Page 75 - Ominosus: una recopilación lovecraftiana
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blancos, pero todavía más alborotados. También tenía más chicha que Ruark,

               además  de  cicatrices  alrededor  de  los  ojos  y  la  nariz,  y  su  fuerza  de  buey
               rivalizaba con la de Ma. Muchos de los más jóvenes se referían a él como el
               Abuelo Moses. Era bastante más locuaz que su camarada, Ruark, sobre todo
               después de empinar el codo. Contaban que ambos habían servido en la guerra

               hispano-estadounidense  en  calidad  de  exploradores.  Ninguno  de  ellos
               mencionaba nunca nada al respecto, no obstante.
                    Los  dos  iban  cargados  como  serpas:  petates,  cuerdas  y  jarras  de  licor;
               rifles, pistolas de un solo tiro, hachas, cuchillos para despellejar y Dios sabía

               qué más. A Miller le bastaba con mirar a los viejos para sentirse agotado.
                    Stevens aguardaba sentado sobre un tronco abatido, fumando un Old Mill
               de  la  vapuleada  cajetilla  que  guardaba  en  el  bolsillo  de  la  pechera.  Un
               Winchester  con  acción  de  palanca  reposaba  cruzado  sobre  sus  rodillas.

               Contaba unos pocos años más que Miller y se podría considerar apuesto, a su
               agreste manera. Su melena, lacia y morena, le rozaba el cuello del chaleco de
               lona. Había quienes aseguraban que Stevens era el mejor escalador de Slango;
               se encaramaba a los árboles con la velocidad y la agilidad de un mapache, eso

               era indudable.
                    Miller, para sus adentros, disentía de esta opinión generalizada; si Stevens
               fuera tan bueno, McGrath no lo habría dejado escapar para ir a cazar ciervos,
               por muchos fotógrafos que vinieran de visita. El margen de tiempo del que

               disponían  Bullhead  &  Co.  empezaba  a  agotarse.  El  superintendente  Barret
               había  anunciado  hacía  unos  días  que  en  la  sede  esperaban  ver  la  zona  de
               Slango aprovechada y sus troncos cargados en los vagones antes del día de
               san  Valentín.  Esto  dio  pie  a  no  pocas  carcajadas  y  chistes  acerca  de  cómo

               habría  que  reclutar  por  lo  menos  al  heroico  Paul  Bunyan  junto  con  su
               legendario buey azul, Babe, para enderezar la nave. Ni Barret ni McGrath se
               lo  tomaban  a  risa,  no  obstante,  y  saltaba  a  la  vista  que  para  mediados  de
               invierno en Slango estarían plantando estacas o recogiendo las tiendas.

                    —Chicos —dijo Stevens.
                    —¿Qué llevas ahí? —Horn apuntó con la mirada a la jarra de cristal que
               había en la hierba, junto a la bota de Stevens.
                    —Licor.

                    —Hombre, no me fastidies, eso está más que claro —dijo Horn—. Ma
               también tiene algo. La misma agua de fuego para herejes de siempre, ¿verdad,
               Ma?
                    Este  hizo  como  si  no  hubiera  oído  nada  y  prefirió  concentrarse  en  el

               mosquito  que  estaba  dándose  un  banquete  con  la  sangre  del  nudillo  de  su




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