Page 77 - Ominosus: una recopilación lovecraftiana
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había  levantado  el  vuelo  o  saltado  en  pedazos.  El  inesperado  estampido

               provocó  que  Stevens  y  Miller  se  prostraran  de  hinojos.  Horn  trastabilló  de
               espaldas  a  causa  de  la  fuerza  del  retroceso  y  perdió  el  equilibrio  entre  las
               rocas resbaladizas. Se cayó rodando por la pendiente y fue a estrellarse contra
               un  muro  de  zarzas.  Las  mulas  se  revolvieron  hasta  soltarse  y  corrieron  a

               refugiarse en los arbustos. Volver a capturarlas les llevó más de media hora.
                    Steven  fulminó  al  muchacho  con  la  mirada.  De  nuevo  en  pie,  titubeó
               como si contemplara la posibilidad de agredirlo. Al cabo se echó a reír, desató
               la cuerda de la jarra y bebió antes de pasársela a Miller, al que se le cortó la

               respiración durante varios segundos tras pegar un trago de aquel whisky turbio
               y dulzón. Ante sus ojos pasaron volando estrellas fugaces.
                    —Con  cuidado,  machote,  que  eso  es  crecepelo  para  los  nudillos.  Lo
               destila  mi  padre  con  sus  propias  manos.  No  probarás  otro  aguardiente  de

               California igual en la vida.
                    Miller le habría dado la razón si no se le hubiera quedado la voz reducida
               a cenizas en la garganta.
                    Bane  y  Ruark  salieron  de  entre  la  maleza  y  anunciaron  que  habían

               encontrado una gran hondonada algo más abajo, no muy lejos del chaparral, y
               posiblemente también el suministro de carne de ciervo que al jefe tanto se le
               antojaba.  Rastros  había  de  sobra,  al  menos,  y  puesto  que  abundaban  los
               oteaderos, tender una emboscada no debería entrañar mayor complicación. Si

               todo  salía  bien,  para  mañana  por  la  noche  habrían  embalado  sus  trofeos  y
               estarían sanos y salvos de regreso en Slango.
                    La expedición acampó en un diminuto calvero al abrigo de un galayo que
               sobresalía de la cara de la montaña. El promontorio se elevaba cubierto de

               tupidos  penachos  de  líquenes  y  musgo.  Recogieron  algo  de  lumbre,
               encendieron una hoguera y serraron un tronco para sentarse en las ruedas de
               madera al fulgor de las llamas. Los hombres acercaron las manos al fuego.
               Hacía un frío espantoso. Las nieves no dejaban de descender con cada noche

               que pasaba, arrastrando tras ellas su sudario de polvo blanco.
                    La  oscuridad  difuminaba  el  paisaje.  Los  remolinos  de  chispas  que  se
               colaban por las rendijas de la celosía de ramas serpenteaban entre las estrellas.
               Estoico y meditabundo, Ma sacó su violín de la mochila y tocó una animada

               jiga para los chicos, que seguían el ritmo con los pies mientras arreglaban las
               mulas  y  preparaban  la  cena.  Las  facciones  del  galés  se  mantuvieron  tan
               distantes  e  inexpresivas  como  de  costumbre.  Sus  manos  se  movían  como
               mecanismos cuyo funcionamiento no dependiera de su mente embrutecida, o

               como si obedecieran a los dictados y maniobras de los hilos de una musa. No




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