Page 73 - Ominosus: una recopilación lovecraftiana
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tipo de escrutinio externo también significaba que los jefes se pondrían aún
más capullos que de costumbre.
—Un pietierno llamado Chet Goul-ee-ay. Puñeteros franchutes. El súper
dice que hay que tenerlo en palmitas, limpiarle bien el culo y todo eso. Habrá
que convertir esto en un circo de tres pistas.
—Hoy me toca trabajar en el macizo de cedros con Ma. —Miller levantó
la cabeza para seguir el vuelo de un arrendajo con la mirada; el ave pasó
rozando el tejado y fue a posarse en una roca cubierta de musgo. El salteador
de campamentos ahuecó el plumaje gris y se quedó observándolos a él y al
capataz.
—No pienso pedirle a Ma que vaya contigo. Como tirador no vale una
mierda. Eso lo tengo clarísimo.
—Alguien deberá cargar con toda esa carne montaña abajo.
—Vale. Pues llévatelo también a él. Así seréis siete, en cualquier caso,
buen número. A lo mejor hasta os sonríe la suerte y todo, chaval.
§
Miller se dirigió al barracón, agarró la mochila con armazón y el rifle, y se
enfundó un cuchillo en el cinturón. Se guardó unos cuantos cartuchos en los
bolsillos de la chaqueta y fue a la cabaña de los fogones para pertrecharse de
galletas y judías. Había cuatro cocineros. Dos tipos recios, con cara de pocos
amigos, y dos mujeres rechonchas célebres por su rigurosidad y su parsimonia
con las especias. El adusto cuarteto comandaba un pelotón de lavaplatos y
fregonas. El cocinero encargado, Angus Clemson, se desprendió a
regañadientes de las vituallas, sin dejar de refunfuñar que nadie le había
avisado con antelación del pillaje que ahora debían soportar sus dominios.
Sobras, no tenía otra cosa, y Miller ya podía dar gracias por la cortesía.
La improvisada expedición tardó un buen rato en organizarse; era ya casi
mediodía cuando los demás terminaron de reunir los suministros pertinentes y
declararon estar listos para partir.
Calhoun, Horn y Ma se reunieron con él en el patio. Calhoun era un chico
alto; desabrido y serio hasta decir basta. Llevaba el pulgar izquierdo vendado.
Pese a su juventud y su carácter acíbar, hacía gala de unos modales exquisitos
y una esmerada forma de hablar. Ma, algo más bajo, era tan ancho de
hombros como el mango de un azadón. Sus largas y grasientas guedejas
ocultaban una frente prodigiosa, y sus ojos emitían un fulgor mortecino. Rara
vez abría la boca, y cuando lo hacía, su acento galés le emborronaba el
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