Page 71 - Ominosus: una recopilación lovecraftiana
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Miller entendía esa dinámica y aceptaba la situación con ecuanimidad. Lo

               cierto era que incluso se compadecía un poquito del jefe; en las cicatrices y
               fanfarronadas del taciturno capataz veía al joven bisoño hostigado y curtido
               por  los  veteranos  de  su  época,  exactamente  igual  que  cualquier  otro  crío
               inexperto.  Bajo  aquellos  costurones  se  insinuaban  unos  surcos  mucho  más

               profundos de lo que muchos llegarían jamás a sospechar siquiera.
                    —¡Miller, chaval!
                    —Sí, señor.
                    —Llevas aquí, a ver… ¿dos semanas?

                    —Por  ahí  debe  de  andarle,  señor.  —Más  bien  seis,  en  realidad,  habida
               cuenta de que se había enrolado en Bridgewater antes de montar en el tren
               que habría de traerlo a Slango junto con otra media docena de reemplazos.
                    —Fíjate.  Dos  semanitas  enteras  y  nosotros  aquí,  sin  cruzar  ni  media

               palabra. Creo que ya iba siendo hora. ¿Tienes buena puntería, chaval?
                    —No sabría decirle, señor.
                    McGrath  escupió  un  salivazo  de  tabaco  con  una  sonrisa  y  se  pasó  una
               mano por los labios.

                    —En  el  ejército  disparabas  con  rifle,  ¿no?  ¿No  eras  francotirador?  Eso
               tenía entendido. Certero a rabiar.
                    —Sí, señor. —Miller bajó la mirada a los pies. Alguien, Rex o Hagen lo
               más probable, se había ido de la lengua. Hacía un par de domingos, un grupo

               había salido a cazar venados. Se habían pasado el día sin ver ni uno solo, de
               modo  que  terminaron  conformándose  con  compartir  una  de  las  botellas  de
               quitapenas  casero  que  Gordy  Thompson  escondía  en  la  taquilla  mientras
               intercambiaban  mentiras  acerca  de  las  batallas  que  habían  librado  y  las

               mujeres que se habían tirado, y sometían a votación quién era el más rastrero
               de  los  perros  sarnosos  de  Slango,  elección  limitada  a  McGrath  o  al
               superintendente  Barrett,  naturalmente,  y  a  ver  quién  no  estaría  dispuesto  a
               saltarse las reglas con tal de tener una oportunidad de vérselas con cualquiera

               de esos hijos de mala madre.
                    El grupo había emprendido ya el camino de regreso al campamento, con
               la intención de ganar a la oscuridad por la mano, cuando Rex, un gigantón
               con el pecho atonelado oriundo de Wenatchee, lanzó al aire el ebrio desafío

               de que seguro que nadie era capaz de acertar a cierto tocón señalado con una
               cajetilla  de  tabaco  vacía  encima,  a  unos  doscientos  metros  de  su  posición.
               Como un cretino, Miller aseguró sin ambages que podía darle a un tocón por
               lo menos al doble de esa distancia. Todo el mundo tenía la sangre encendida;

               se  lanzaron  todo  tipo  de  apuestas  desorbitadas.  Regado  de  whisky  o  no,  el




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