Page 108 - La sangre manda
P. 108

Entretanto  aún  falta  mucho  hasta  las  ocho,  que  es  cuando  el  coche  del

               Departamento de Policía de Boston suele acercarse al bordillo y un agente se
               asoma a la ventanilla del acompañante para decirle que es hora de recoger los
               bártulos. Entonces telefoneará a Mac. Por el momento hay que ganar dinero.
               Monta el charles y los platillos, luego añade el cencerro, porque intuye que es

               día de cencerro.
                    Jared y Mac trabajan a tiempo parcial en Doctor Records, en Newbury
               Street, pero en un buen día Jared puede sacarse casi lo mismo tocando en la
               calle. Y tocar la batería en la soleada Boylston Street es sin duda mejor que el

               ambiente  con  olor  a  pachuli  de  Doc’s  y  las  largas  conversaciones  con  los
               aficionados a los discos que buscan algo de Dave Van Ronk en su época en
               Folkways o rarezas de los Dead en vinilos decorados en tonos turquesa. Jared
               siempre desea preguntarles dónde estaban cuando se hundió Tower Records.

                    Jared abandonó los estudios en Julliard, que llama —con perdón de Kay
               Kyser— el Kollege del Konocimiento Musical. Aguantó tres semestres, pero
               al final comprendió que aquello no era para él. Allí querían que uno pensara
               lo que hacía, y en lo que a Jared respecta el ritmo es tu amigo y pensar es el

               enemigo. Tiene algún que otro bolo, pero las bandas no le interesan mucho.
               Aunque  nunca  lo  dice  (vale,  puede  que  una  o  dos  veces  cuando  está
               borracho), piensa que quizá la música en sí sea el enemigo. Rara vez piensa
               en esas cuestiones cuando está en vena. En cuanto está en vena, la música es

               un fantasma. Entonces solo importa la batería. El ritmo.
                    Empieza a calentar, al principio marcando el ritmo con suavidad, en un
               tempo  lento,  sin  cencerro,  sin  timbales  y  sin  redobles,  indiferente  a  que  el
               Sombrero Mágico permanezca vacío salvo por sus dos dólares arrugados y los

               veinticinco centavos que ha echado (con desdén) un chico en monopatín. Hay
               tiempo. Hay una manera de entrar. En hallar esa manera de entrar reside la
               mitad  de  la  diversión,  como  ocurre  con  la  expectación  que  despiertan  los
               placeres  de  un  fin  de  semana  otoñal  en  Boston.  Quizá  incluso  casi  toda  la

               diversión.




               Janice Halliday, de camino a casa después de siete horas en Paper and Page,

               avanza  despacio  por  Boylston  con  la  cabeza  gacha  y  el  bolso  bien  sujeto.
               Puede que camine hasta Fenway antes de empezar a buscar la parada de metro
               más próxima, porque ahora mismo lo que le apetece es caminar. El que era su
               novio  desde  hacía  seis  meses  acaba  de  romper  con  ella.  Lo  ha  hecho  a  la

               manera moderna, con un mensaje de texto.




                                                      Página 108
   103   104   105   106   107   108   109   110   111   112   113