Page 112 - La sangre manda
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Chuck  está  recordando  el  día  que  enseñó  el  moonwalk  a  la  hermanita

               (¿Ramona?) cuando oye la batería. Alguien toca un compás básico de rock
               que  los  Retros  podrían  haber  interpretado  en  los  tiempos  de  «Hang  on
               Sloopy»  y  «Brand  New  Cadillac».  Por  un  momento  cree  que  suena  en  su
               cabeza,  quizá  incluso  que  es  el  principio  de  una  de  las  migrañas  que  lo

               atormentan  de  un  tiempo  a  esta  parte,  pero  de  pronto  la  muchedumbre  de
               peatones de la manzana siguiente se despeja el tiempo suficiente para que vea
               a  un  chico  en  camiseta  sin  mangas,  sentado  en  un  taburete  y  tocando  ese
               delicioso ritmo antiguo.

                    Chuck  piensa:  ¿Dónde  está  esa  hermanita  con  la  que  bailar  cuando  la
               necesitas?





               Jared lleva ya diez minutos con lo suyo y no ha conseguido más ganancias
               que  la  sarcástica  moneda  de  veinticinco  centavos  lanzada  al  Sombrero
               Mágico por el chico del monopatín. No se lo explica; una agradable tarde de
               jueves como esa, con el fin de semana a la vuelta de la esquina, ya debería

               haber cinco dólares en el sombrero. No necesita el dinero para no morirse de
               hambre, pero no solo de comida y alquiler vive el hombre. Un hombre ha de
               mantener en orden la imagen que tiene de sí mismo, y tocar la batería allí en
               Boylston forma parte de la suya en gran medida. Está en el escenario. Está

               actuando.  Haciendo  un  solo,  de  hecho.  Lo  que  hay  en  el  sombrero  es  su
               manera de juzgar a quiénes les gusta la interpretación y a quiénes no.
                    Hace girar las baquetas entre las yemas de los dedos, se prepara y toca la
               introducción de «My Sharona», pero no sale bien. Parece un sonido enlatado.

               Ve dirigirse hacia él a un típico ejecutivo, con el maletín oscilando como un
               péndulo corto, y algo en él —sabe Dios qué— despierta en Jared el deseo de
               anunciar su aproximación. Pasa primero a un compás de reggae y luego a algo
               más  elegante,  como  un  cruce  entre  «I  Heard  It  Through  the  Grapevine»  y

               «Susie Q».
                    Por  primera  vez  desde  la  rápida  combinación  de  redobles  introductoria
               para probar el sonido de su equipo, Jared siente una chispa y entiende por qué
               hoy quería el cencerro. Empieza a marcar el tiempo débil con él, y lo que está

               tocando se metamorfosea en algo parecido a aquel viejo tema de los Champs,
               «Tequila». Le queda bastante bien. Ha entrado en vena, y esa sensación es
               como  una  carretera  por  la  que  uno  quiere  seguir.  Podría  acelerar  el  ritmo,
               intercalar  golpes  en  los  timbales,  pero  está  observando  al  ejecutivo,  y  no

               parece lo adecuado para ese tío. Jared no tiene la menor idea de por qué ha




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