Page 117 - La sangre manda
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—¿Dónde has aprendido a bailar así? —pregunta Jared a Chuck.

                    —Bueno, en secundaria había un curso extraescolar que se llamaba Giros
               y Piruetas, pero fue mi abuela quien me enseñó los mejores pasos.
                    —¿Y tú? —pregunta a Janice.
                    —Más o menos lo mismo —responde ella, y se sonroja—. Los bailes del

               instituto. ¿Dónde has aprendido tú a tocar la batería?
                    —Por mi cuenta. Como tú —dice a Chuck—. Cuando has empezado tú
               solo,  era  una  pasada,  tío,  pero  la  chica  le  ha  añadido  toda  una  dimensión
               nueva. Podríamos ganarnos la vida con esto, ¿sabéis? Estoy convencido de

               que, actuando en la calle, podríamos dar el salto a la fama y la fortuna.
                    En un momento de locura, Chuck se lo plantea y ve que lo mismo hace la
               chica. No en serio, sino del modo en que fantaseas con una vida alternativa.
               Una vida en la que te dedicas al béisbol profesional o escalar el Everest o

               haces un dúo con Bruce Springsteen en un concierto en un estadio. Chuck se
               ríe otra vez y menea la cabeza. La chica se guarda su tercera parte en el bolso,
               también ella ríe.
                    —Tú  has  sido  el  verdadero  causante  de  todo  —dice  Jared  a  Chuck—.

               ¿Qué te ha llevado a pararte delante de mí? ¿Y qué te ha llevado a empezar a
               moverte?
                    Chuck se detiene a pensarlo y finalmente se encoge de hombros. Podría
               contestar que lo ha hecho porque se ha acordado de aquella banda mediocre,

               los Retros, y por lo mucho que le gustaba bailar en el escenario durante los
               solos instrumentales, exhibiéndose, meneando el soporte del micrófono entre
               las piernas, pero no ha sido por eso. Y a decir verdad, ¿bailó alguna vez con
               ese brío y esa libertad en aquel entonces, cuando era un adolescente ágil, sin

               dolores de cabeza y sin nada que perder?
                    —Ha sido mágico —dice Janice. Deja escapar una risita. No esperaba oír
               hoy ese sonido procedente de ella. Llorar, sí. Reír, no—. Como tu sombrero.
                    Mac regresa.

                    —Jere, o nos ponemos en marcha o acabarás gastando tus ganancias en mi
               multa de aparcamiento.
                    Jared se levanta.
                    —¿Seguro  que  no  queréis  cambiar  de  oficio,  vosotros  dos?  Podríamos

               actuar  por  toda  la  ciudad,  desde  Beacon  Hill  hasta  Roxbury.  Hacernos  un
               nombre.
                    —Yo  tengo  que  asistir  a  un  congreso  mañana  —responde  Chuck—.  El
               sábado cojo el avión de vuelta a casa. Me esperan mi mujer y mi hijo.







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