Page 122 - La sangre manda
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Una  vez,  mientras  tomaban  té  helado  después  de  un  esfuerzo

               especialmente  extenuante  con  «Higher  and  Higher»,  de  Jackie  Wilson,  le
               preguntó cómo era ella cuando iba al instituto.
                    —Era un bombón —contestó—. Pero no se lo digas a tu zaydee. Es de la
               vieja escuela, ese hombre.

                    Chuck nunca se lo dijo.
                    Y nunca entró en la cúpula.
                    No por aquel entonces.
                    Preguntó al respecto, claro, y más de una vez. Qué había allí arriba, qué se

               veía desde la ventana, por qué estaba cerrada. Porque el suelo no era firme y
               uno  podía  caerse  a  través,  respondía  la  abuela.  El  abuelo  daba  la  misma
               explicación, que allí arriba no había nada porque el suelo estaba podrido, y lo
               único que se veía desde las ventanas era un centro comercial, nada del otro

               mundo. Dijo eso hasta que una noche, poco antes de que Chuck cumpliera los
               once años, le contó al menos parte de la verdad.





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               La bebida y los secretos no hacen buena pareja, eso lo sabe todo el mundo, y
               después de la muerte de su hijo, su nuera y su nieta en camino (Alyssa, que
               suena  a  lluvia),  Albie  Krantz  empezó  a  beber  mucho.  Debería  haber
               comprado acciones de AnheuserBusch, de tanto como bebía. Podía hacerlo

               porque  estaba  jubilado,  tenía  una  situación  económica  holgada,  y  se  sentía
               muy deprimido.
                    Después del viaje a Disneylandia, el hábito fue a menos, hasta reducirse a

               una copa de vino en la cena o una cerveza delante de un partido de béisbol.
               En general. De vez en cuando —al principio era cada mes, más adelante cada
               dos— el abuelo de Chuck pillaba una cogorza. Siempre en casa, y siempre sin
               gran  alboroto.  Al  día  siguiente,  se  movía  despacio  y  comía  poco  hasta  la
               tarde; entonces volvía a la normalidad.

                    Una  noche,  mientras  su  abuelo  veía  a  los  Red  Sox  recibir  una  paliza  a
               manos de los Yankees, ya avanzado el segundo paquete de seis latas de Bud,
               Chuck sacó de nuevo el tema de la cúpula. Más que nada por hablar de algo.

               Con los Sox perdiendo de nueve, no podía decirse que el partido retuviera su
               atención.
                    —Seguro que se ve más allá del centro comercial Westford —comentó
               Chuck.





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