Page 127 - La sangre manda
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—¡Puedo preparar té!

                    —Gracias —respondió Chuck—, no bebo té, pero sí me tomaría un vaso
               de leche.
                    Cuando estaban sentados a la pequeña mesa de la cocina, bañados por el
               sol de junio, la señora Stanley le preguntó cómo les iban las cosas a Albie y a

               Sarah. Chuck, consciente de que todo lo que dijera en esa cocina saldría a la
               calle antes de que terminara el día, respondió que les iba bien. Pero, como
               Poirot sostenía que uno debía dar un poco si quería obtener un poco, añadió
               que la abuela estaba reuniendo ropa para el refugio luterano de los sintecho.

                    —Tu  abuela  es  una  santa  —dijo  la  señora  Stanley,  obviamente
               decepcionada al ver que no había nada más—. ¿Y qué me dices de tu abuelo?
               ¿Se ha hecho mirar aquello que tenía en la espalda?
                    —Sí —respondió Chuck, y tomó un sorbo de leche—. El médico se lo

               quitó y le hicieron unas pruebas. No era de los malos.
                    —¡Gracias a Dios!
                    —Sí  —convino  Chuck.  Como  ya  había  dado  un  poco,  se  sentía  con
               derecho a recibir—. Antes lo he oído hablar con la abuela de un tal Henry

               Peterson. Me parece que está muerto.
                    Se  había  preparado  para  una  decepción;  posiblemente  ella  no  tenía  la
               menor idea de quién era Henry Peterson. Pero la señora Stanley abrió mucho
               los ojos, tanto que Chuck temió que se le salieran, y se agarró el cuello como

               si se hubiera atragantado con un trozo de magdalena de arándanos.
                    —¡Ay, qué triste fue aquello! ¡Un horror! Era el contable que le llevaba
               las cuentas a tu padre, ¿sabes? También a otras empresas. —Se inclinó hacia
               delante, y su bata, al abrirse, reveló a Chuck un seno tan grande que parecía

               fruto de una alucinación. Seguía aferrándose el cuello—. ¡Se mató! —susurró
               —. ¡Se ahorcó!
                    —¿Por un desfalco? —preguntó Chuck. En los libros de Agatha Christie,
               los desfalcos eran habituales. También los chantajes.

                    —¿Cómo?  ¡No,  por  Dios!  —Apretó  los  labios,  como  si  contuviera  el
               impulso de contar algo no apto para los oídos del joven imberbe que tenía
               sentado delante. Si ese era el caso, al final se impuso su natural proclividad a
               divulgarlo  todo  (y  a  cualquiera)—.  ¡Su  mujer  se  fugó  con  un  hombre  más

               joven! ¡Apenas tenía edad para votar, y ella pasaba ya de los cuarenta! ¿Qué
               opinas tú de eso?
                    Así  a  bote  pronto  la  única  respuesta  que  se  le  ocurrió  a  Chuck  fue
               «¡Uau!», y al parecer bastó con eso.







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