Page 130 - La sangre manda
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vida larga y plena» era más dudoso; Sarah Krantz aún no había cumplido los

               sesenta y cinco, aunque le faltaba poco.
                    Una  vez  más,  la  casa  de  Pilchard  Street  se  sumió  en  la  más  absoluta
               tristeza, solo que en esa ocasión no hubo viaje a Disneylandia para señalar el
               inicio de la recuperación. Chuck volvió a llamar a su abuela Bubbie, al menos

               en su cabeza, y muchas noches se dormía hecho un mar de lágrimas. Lloraba
               con la cara contra la almohada para que su abuelo no se sintiera aún peor. A
               veces susurraba «Bubbie, te echo de menos, Bubbie, te quiero» hasta que por
               fin lo vencía el sueño.

                    El  abuelo  se  puso  el  brazalete  de  luto,  y  perdió  peso,  y  abandonó  sus
               bromas, y empezó a aparentar más años de los setenta que tenía, pero Chuck
               percibió  también  en  él  (o  eso  creyó)  una  sensación  de  alivio.  De  ser  así,
               Chuck podía entenderlo. Cuando uno vivía a diario con temor, lógicamente

               experimentaba alivio cuando el hecho temido por fin sucedía y quedaba atrás.
               ¿O no?
                    Después de la muerte de la abuela, no subió por la escalera a la cúpula y
               se retó a tocar el candado, pero sí fue a Zoney’s justo un día antes de empezar

               séptimo en la escuela de secundaria de Acker Park. Compró un refresco y un
               Kit-Kat;  luego  preguntó  al  dependiente  dónde  estaba  aquella  mujer  cuando
               tuvo el derrame y murió. El dependiente, un veinteañero hipertatuado con un
               montón de pelo rubio engominado y peinado hacia atrás, soltó una risotada

               desagradable.
                    —Chaval, eso da repelús. ¿No estarás, no sé, perfeccionando precozmente
               tus aptitudes de asesino en serie?
                    —Era  mi  abuela  —dijo  Chuck—.  Mi  bubbie.  Yo  estaba  en  la  piscina

               pública cuando ocurrió. Al llegar a casa, la llamé, y mi abuelo me dijo que
               había muerto.
                    La sonrisa se borró del rostro del dependiente.
                    —Vaya, tío. Lo siento. Fue allí. En el tercer pasillo.

                    Chuck se acercó al tercer pasillo sabiendo ya lo que vería.
                    —Estaba  cogiendo  una  barra  de  pan  —explicó  el  dependiente—.  Al
               caerse,  tiró  casi  todo  lo  que  había  en  el  estante.  Perdona  si  es  demasiada
               información.

                    —No —dijo Chuck, y pensó: Esa información ya la conocía.




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