Page 135 - La sangre manda
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Sintió  un  dolor  en  la  mano  derecha.  No  un  gran  dolor,  solo  un  simple

               pinchazo, pero bastó para arrancarlo de su jubilosa elevación del espíritu y
               devolverlo  a  la  Tierra.  Vio  que  le  sangraba  el  dorso  de  la  mano.  Mientras
               realizaba  su  rotación  de  derviche  bajo  las  estrellas,  había  golpeado  con  la
               mano extendida la valla y se había cortado con un alambre saliente. Era una

               herida superficial, apenas justificaba una tirita. Aun así, dejó una cicatriz. Una
               pequeña media luna blanca.
                    —¿Qué necesidad tenías de mentir sobre una cosa así? —preguntó Ginny.
               Sonreía  cuando  le  cogió  la  mano  y  le  besó  la  cicatriz—.  Lo  entendería  si

               hubieras añadido que hiciste picadillo a ese matón enorme, pero nunca dijiste
               eso.
                    No,  eso  no  lo  dijo,  y  jamás  tuvo  el  menor  problema  con  Dougie
               Wentworth. Para empezar, era un bruto de lo más animoso. Por otra parte,

               Chuck Krantz era un enano de séptimo, indigno de la menor atención.
                    ¿Por qué había mentido, pues, si no fue para presentarse como el héroe de
               una historia ficticia? Porque la cicatriz era importante por otra razón. Porque
               formaba parte de una historia que no podía contar, por más que ahora hubiese

               un bloque de apartamentos en el solar de la casa victoriana en la que había
               pasado la mayor parte de su infancia. La casa victoriana encantada.
                    La cicatriz significaba más, así que él la había agrandado. Pero no podía
               agrandarla tanto como en realidad merecía. Eso tenía poco sentido, pero era lo

               máximo  que  podía  conseguir  su  mente  en  plena  desintegración  mientras  el
               glioblastoma proseguía con su guerra relámpago. Por fin había contado a su
               mujer la verdad acerca de esa cicatriz, y tendría que bastar con eso.





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               El abuelo de Chuck, su zaydee, murió de un ataque al corazón cuatro años
               después del baile del Sarao de Otoño. Ocurrió mientras subía por la escalinata
               de la biblioteca pública para devolver un ejemplar de Las uvas de la ira, que,

               según  dijo,  era  tan  bueno  como  recordaba.  Chuck  estaba  en  tercero  del
               instituto,  cantando  en  una  banda  y  bailando  como  Jagger  durante  los  solos
               instrumentales.

                    El abuelo se lo dejó todo. El patrimonio, en otro tiempo bastante amplio,
               se había reducido considerablemente a lo largo de los años desde la prematura
               jubilación  del  abuelo,  pero  quedaba  aún  dinero  suficiente  para  costear  la
               enseñanza universitaria de Chuck. Más adelante, la venta de la casa victoriana
               sirvió  para  financiar  la  vivienda  (pequeña  pero  en  un  buen  barrio,  con  un



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