Page 137 - La sangre manda
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incrustado. Aunque ese día brillaba el sol, penetraba por ella una luz turbia y

               difusa. De pie en el umbral, Chuck alargó un pie y palpó las tablas con la
               puntera, como un niño probaría el agua de un estanque para ver si está fría.
               No  crujieron  ni  cedieron.  Entró,  dispuesto  a  retroceder  de  un  brinco  en  el
               momento en que notara que el suelo empezaba a combarse, pero era sólido.

               Cruzó  la  habitación  hasta  la  ventana,  dejando  huellas  en  la  gruesa  capa  de
               polvo.
                    El abuelo había mentido sobre el mal estado del suelo, pero su descripción
               de  la  vista  era  exacta.  Ciertamente  no  era  gran  cosa.  Chuck  vio  el  centro

               comercial más allá de la franja de vegetación y, más allá, un tren de Amtrak
               que  avanzaba  hacia  la  ciudad  tirando  de  un  convoy  de  cinco  vagones  de
               pasajeros.  En  ese  momento  del  día,  superada  ya  la  hora  punta  para  los
               desplazamientos de cercanías, debía de llevar pocos viajeros.

                    Chuck permaneció ante la ventana hasta que el tren desapareció y después
               siguió  sus  propias  huellas  de  regreso  a  la  puerta.  Cuando  se  volvía  para
               cerrarla, vio una cama en medio de la habitación circular. Era una cama de
               hospital. En ella yacía un hombre. Parecía inconsciente. No había aparatos,

               pero  aun  así  Chuck  oía  uno:  bip…  bip…  bip.  Un  monitor  cardíaco,  quizá.
               Había una mesa junto a la cama, y en ella varias lociones y unas gafas de
               montura  negra.  El  hombre  tenía  los  ojos  cerrados.  Una  mano  asomaba  por
               encima de la colcha, y Chuck observó sin sorprenderse la cicatriz en forma de

               media luna en el dorso de la mano.
                    En esa habitación el abuelo de Chuck —su zaydee— había visto muerta a
               su mujer, con las barras de pan, que tiraría de los estantes al desplomarse,
               esparcidas  alrededor.  Es  la  espera,  Chuckie,  había  dicho.  Esa  es  la  parte

               difícil.
                    Ahora se iniciaría su propia espera. ¿Cuánto se prolongaría esa espera?
               ¿Qué edad tenía el hombre del hospital?
                    Chuck  se  adentró  de  nuevo  en  la  cúpula  para  observarlo  de  cerca,  y  la

               visión se esfumó. Ni hombre ni cama de hospital ni mesa. Se oyó un último
               bip, muy tenue, del monitor invisible; luego también eso cesó. El hombre no
               se  desvaneció,  como  hacían  las  apariciones  espectrales  en  las  películas;
               sencillamente  desapareció,  insistiendo  en  que  de  hecho  nunca  había  estado

               allí.
                    No estaba, pensó Chuck. Insistiré en que no estaba, y viviré mi vida hasta
               que  termine.  Soy  maravilloso,  merezco  ser  maravilloso,  y  contengo
               multitudes.

                    Cerró la puerta y encajó el candado con un chasquido.




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