Page 142 - La sangre manda
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—Corazón de cordero —dice la señora Keller—. Además de hígado y
pulmones. Lo sé porque mi marido me llevó a Escocia por nuestro décimo
aniversario.
El repartidor hace una mueca que a ella le arranca otra risa y luego le pide
que firme en la pantalla del lector. Cosa que la señora Keller hace. Él le desea
un buen día y feliz Navidad. Ella hace lo propio. Cuando el hombre se va, la
señora Keller le pide a un niño que ronda por allí (sin pase de pasillo, aunque
por esta vez hace la vista gorda) que lleve la caja al cuarto del material
situado entre la biblioteca y la sala de profesores de la planta baja. Durante el
almuerzo, informa al señor Griswold de la llegada del paquete. Él dice que lo
bajará a su aula a las tres y media, después del último timbre. Si se lo hubiera
llevado a la hora del almuerzo, la carnicería quizá habría sido aún peor.
El Club Estadounidense de la escuela de secundaria Renhill no envió a los
niños de la Albert Macready ninguna caja de Navidad. La empresa de reparto
Pennsy Speed Delivery no existe. La furgoneta, que más tarde se halló
abandonada, había sido robada en el aparcamiento de un centro comercial
poco después de Acción de Gracias. La señora Keller se atormentará por no
haberse fijado en que el repartidor no llevaba placa de identificación, ni en
que el lector, cuando él lo apuntó hacia la etiqueta con la dirección, no emitió
un pitido como los que usaban los repartidores de UPS y FedEx, porque era
falso. También lo era el sello de la aduana.
La policía le dirá que cualquiera podría haber pasado por alto esos detalles
y que no tiene por qué sentirse culpable. Aun así, es como se siente. Los
protocolos de seguridad del colegio —las cámaras, la puerta principal cerrada
bajo llave en horario lectivo, el detector de metales— son útiles, pero son solo
máquinas. Ella es (o era) la parte humana de la ecuación, la guardiana de la
entrada, y ha fallado al colegio. Ha fallado a los niños.
La señora Keller cree que el brazo que perdió no será más que el principio
de su expiación.
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Son las 14.45, y Holly Gibney está preparándose para una hora que siempre le
produce gran satisfacción. Eso podría inducir a pensar en cierta deficiencia en
sus gustos, pero el hecho es que todavía disfruta de sus sesenta minutos
semanales de televisión y procura asegurarse de que Finders Keepers (la
agencia de detectives, que ahora está en una agradable oficina nueva, en la
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