Page 133 - La sangre manda
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afilada,  eran  tan  negros  como  una  noche  cerrada  en  Moscú.  Se  parecían

               mucho a los que llevaba Bo Diddley en su día. Ciertamente le quedaban un
               poco  grandes,  pero  eso  lo  solucionaron  rellenando  con  papel  higiénico  las
               afiladas punteras. Lo mejor de todo…, tío, eran una pasada. Durante el estilo
               libre, cuando la señorita Rohrbacher puso «Caribbean Queen», el suelo del

               gimnasio parecía hielo.
                    —Si rayas ese suelo, los del servicio de limpieza te darán una tunda —
               advirtió Tammy Underwood.
                    Probablemente  tenía  razón,  pero  Chuck  no  lo  rayó.  Se  movía  con  pies

               demasiado ligeros para eso.




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               Chuck fue sin pareja al Sarao de Otoño, y tanto mejor, porque todas las chicas

               de Giros y Piruetas quisieron bailar con él. Sobre todo Cat, porque su novio,
               Dougie  Wentworth,  no  sabía  bailar  y  se  pasó  la  mayor  parte  de  la  velada
               repantigado  contra  la  pared  con  sus  colegas,  todos  mamando  ponche  y
               observando a los bailarines con expresión de desdén y superioridad.

                    Cat le preguntaba una y otra vez cuándo iban a hacer su número, y Chuck
               lo postergaba una y otra vez. Decía que reconocería la canción idónea cuando
               la oyera. Era en su bubbie en quien pensaba.
                    A eso de las nueve, una media hora antes del final previsto del baile, sonó

               la canción idónea: «Higher and Higher», de Jackie Wilson. Chuck se dirigió
               pomposamente hacia Cat tendiéndole las manos. Ella se descalzó al instante,
               y así, gracias a los zapatos cubanos de su hermano, los dos parecían casi de la

               misma estatura. Salieron a la pista y, cuando hicieron un doble moonwalk, se
               quedaron solos. Los demás formaron un círculo alrededor y empezaron a batir
               palmas. La señorita Rohrbacher, una de las acompañantes, estaba entre ellos,
               batiendo palmas con los demás y exclamando: «¡Venga, venga, venga!».
                    Ellos no se hicieron de rogar. Mientras Jackie Wilson entonaba aquella

               canción alegre con cierto tono de gospel, los dos bailaron como Fred Astaire,
               Ginger Rogers, Gene Kelly y Jennifer Beals, todos en una sola pareja. Como
               remate, Cat giró primero en una dirección y luego en la otra y, por último, con

               los brazos abiertos en postura de cisne moribundo, se dejó caer de espaldas en
               los  de  Chuck.  Él  ejecutó  un  espagat  y,  milagrosamente,  no  se  le  rajó  la
               entrepierna del pantalón. Doscientos niños prorrumpieron en vítores cuando
               Cat volvió la cabeza y le plantó un beso en la comisura de los labios.





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