Page 128 - La sangre manda
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Ya de vuelta en casa, sacó su cuaderno del estante y anotó: «El A. vio al

               fantasma  del  hijo  de  los  Jefferies  no  mucho  antes  de  su  muerte.  Vio  al
               fantasma  de  H.  Peterson  4  o  5  años  antes  de  su  muerte».  Chuck  se
               interrumpió  y,  preocupado,  mordisqueó  la  punta  de  su  Bic.  No  deseaba
               escribir lo que tenía en la cabeza, pero consideró que un buen detective debía

               hacerlo.
                    Sarah y el pan. ¿¿¿vio al fantasma de la abuela en la cúpula???
                    La respuesta se le antojó obvia. ¿Por qué, si no, habría hablado el abuelo
               de lo difícil que era la espera?

                    Ahora  también  yo  estoy  esperando,  pensó  Chuck.  Y  confiando  en  que
               todo sea un montón de tonterías.





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               El  último  día  de  sexto  curso,  la  señorita  Richards  —una  joven  amable  y
               hippiosa  que  no  poseía  la  autoridad  necesaria  para  imponer  disciplina  y
               probablemente  no  duraría  mucho  en  el  sistema  de  enseñanza  público—
               intentó leer a la clase de Chuck unos versos del «Canto a mí mismo», de Walt

               Whitman. La cosa no fue bien. Los chicos estaban alborotados y no querían
               saber  nada  de  poesía,  solo  querían  huir  a  los  inminentes  meses  de  verano.
               Chuck, como todos los demás, aprovechaba que la señorita Richards tenía la
               mirada  fija  en  el  libro  para  lanzar  bolas  de  papel  masticado  o  hacerle  una

               peineta  a  Mike  Enderby,  pero  un  verso  resonó  en  su  cabeza  y  lo  indujo  a
               erguirse en su asiento.
                    Cuando por fin terminó la clase y los niños quedaron libres, él siguió allí.

               La señorita Richards, sentada tras su escritorio, se apartó un mechón de pelo
               de la frente con un soplido. Al ver a Chuck todavía allí de pie, le dirigió una
               sonrisa de cansancio.
                    —Sí que ha ido bien la clase, ¿eh?
                    Chuck reconocía el sarcasmo nada más oírlo, incluso cuando era sutil y el

               blanco era uno mismo. Al fin y al cabo, era judío. Bueno, medio judío.
                    —¿Qué significa cuando dice «Soy inmenso, contengo multitudes»?
                    Ante  esto,  la  sonrisa  cobró  vida  en  el  rostro  de  la  señorita  Richards.

               Apoyó la barbilla en un pequeño puño y lo miró con sus bonitos ojos grises.
                    —¿Qué crees tú que significa?
                    —¿Que  contiene  a  toda  la  gente  que  él  conoce?  —se  aventuró  a  decir
               Chuck.
                    —Sí —asintió ella—, pero quizá incluso a más gente. Inclínate hacia mí.



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