Page 126 - La sangre manda
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libros  de  los  Hardy  Boys  del  abuelo.  Eran  antiguos,  pero  muy  buenos.  Él

               estaba leyendo The Sinister Signpost un día en la cocina, esperando a que la
               abuela retirara del horno una bandeja de galletas, cuando ella le arrancó el
               libro de las manos.
                    —Puedes dedicarte a algo mejor que eso —dijo—. Ya va siendo hora de

               que subas el nivel, chuckitín. Espera aquí.
                    —Estaba llegando a la parte más interesante —protestó Chuck.
                    Ella resopló, un sonido al que solo hacían verdadera justicia las bubbies
               judías.

                    —En esos libros no hay partes interesantes —dijo, y se llevó el libro.
                    Regresó con El asesinato de Roger Ackroyd.
                    —Esta sí es una buena novela de misterio —aseguró—. Sin adolescentes
               memos corriendo de acá para allá en tartanas. Considéralo tu introducción a la

               literatura de verdad. —Se quedó pensativa—. Bueno, no es Saul Bellow, pero
               no está mal.
                    Chuck  empezó  el  libro  solo  por  complacer  a  su  abuela,  y  enseguida  lo
               atrapó. A sus once años, leyó casi dos docenas de novelas de Agatha Christie.

               Probó con un par de Miss Marple, pero le gustaba mucho más Hercule Poirot,
               con su remilgado bigote y sus neuronas. Poirot sabía lo que era pensar. Un día
               Chuck, durante sus vacaciones de verano, mientras leía Asesinato en el Orient
               Express  en  la  hamaca  del  jardín  trasero,  echó  un  vistazo  casualmente  a  la

               ventana  de  la  cúpula,  mucho  más  arriba.  Se  preguntó  cómo  investigaría
               monsieur Poirot aquel misterio.
                    Ajá, pensó. Y luego Voilà, que era aún mejor.
                    La siguiente vez que su abuela preparó magdalenas de arándanos, Chuck

               preguntó si podía llevar unas cuantas a la señora Stanley.
                    —Es todo un detalle por tu parte —dijo la abuela—. Sí, hazlo, buena idea.
               Pero no te olvides de mirar a los dos lados cuando cruces la calle. —Siempre
               le decía eso cuando se disponía a salir de casa. Ahora, con la materia gris

               activada, se preguntó si ella estaría pensando en el hijo de los Jefferies.
                    La  abuela  era  rechoncha  (y  cada  vez  más),  pero  la  señora  Stanley  le
               doblaba  el  tamaño.  Era  una  viuda  que,  al  caminar,  resollaba  como  un
               neumático pinchado, y daba la impresión de que llevaba siempre la misma

               bata de seda rosa. Chuck se sintió vagamente culpable por llevarle unas pastas
               que aumentarían su cintura, pero necesitaba información.
                    La  señora  Stanley  le  dio  las  gracias  por  las  magdalenas  y  preguntó  —
               como estaba casi seguro que haría— si le apetecía comerse una con ella en la

               cocina.




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