Page 125 - La sangre manda
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Chuck, en efecto, lo sabía. Nixon tendría que haber acabado en la cárcel;
los faygehlehs se estaban apoderando de la cultura americana y volviéndola
de color rosa; el desfile de Miss America (que a la abuela le encantaba) era la
típica exhibición de carne. Pero nunca había hablado de los fantasmas de la
cúpula. Al menos a Chuck.
—Bubbie, ¿quién era el hijo de los Jefferies?
Ella suspiró.
—Eso fue algo muy triste, chuckitín. —(Esa era una bromita suya)—.
Vivía en la siguiente manzana, y lo atropelló un conductor borracho cuando
salió corriendo a la calle detrás de una pelota. De eso hace mucho. Si tu
abuelo te ha dicho que lo vio antes de que ocurriera, se equivoca. O se lo
inventa para alguna de sus bromas.
La abuela se daba cuenta cuando Chuck mentía; esa noche Chuck
descubrió que era un don que podía aplicarse en ambas direcciones. Se
traslució en la manera en que ella dejó de mirarlo y desvió la vista hacia el
televisor, como si las imágenes tuvieran algún interés, cuando Chuck sabía
que a la abuela le importaba un comino el béisbol, incluso la Serie Mundial.
—Lo que pasa es que bebe demasiado —insistió la abuela, y con eso dio
el tema por zanjado.
Quizá fuera verdad. Probablemente era verdad. Pero después de aquello a
Chuck le daba miedo la cúpula, con su puerta cerrada en lo alto de un tramo
corto (seis peldaños) de estrecha escalera iluminada por una única bombilla
desnuda que colgaba de un cable negro. Pero la fascinación es la hermana
gemela del miedo, y a veces, después de aquella noche, cuando sus abuelos
no estaban, se atrevía a subir por esos peldaños. Tocaba el candado Yale,
haciendo una mueca si tintineaba (sonido que podía perturbar a los fantasmas
encerrados dentro), y luego corría escalera abajo mirando por encima del
hombro. Era fácil imaginar que el candado se abría y caía al suelo. Que la
puerta se abría con un chirrido de aquellas bisagras en desuso. Suponía que, si
eso llegaba a ocurrir, podía morir de miedo.
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El sótano, en cambio, no daba nada de miedo. Estaba bien iluminado, con
fluorescentes. Después de vender las zapaterías y jubilarse, el abuelo pasaba
mucho tiempo allí abajo haciendo trabajos de carpintería. Siempre se percibía
un olor dulzón a serrín. En un rincón, lejos de las garlopas, las lijadoras y la
sierra de cinta que Chuck tenía prohibido tocar, encontró una caja de viejos
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