Page 114 - La sangre manda
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de  cuando  bailaba  con  la  hermanita.  La  hermanita  era  una  mocosa

               malhablada, pero desde luego sabía menear el esqueleto.
                    Chuck no meneaba el esqueleto —con ese vaivén místico y satisfactorio
               — desde hacía años, pero tiene la sensación de que cada paso es perfecto.
               Levanta  una  pierna  y  gira  sobre  el  otro  tacón.  Acto  seguido,  entrelaza  las

               manos  detrás  de  la  espalda  como  un  colegial  llamado  a  recitar  y  hace  un
               moonwalk en la acera, delante del maletín, sin moverse del sitio.
                    El  batería  exclama  «¡Uau,  papi!»,  asombrado  y  complacido.  Acelera  el
               ritmo, pasa del cencerro al timbal goliat con la mano izquierda, accionando el

               pedal,  sin  abandonar  en  ningún  momento  el  suspiro  metálico  del  charles.
               Empieza a congregarse gente. En el Sombrero Mágico se acumula el dinero:
               tanto billetes como monedas. Aquí pasa algo.
                    Dos jóvenes con boinas a juego y camisetas de la Coalición Arcoíris se

               hallan al frente de la pequeña muchedumbre. Uno de ellos lanza lo que parece
               un billete de cinco y grita:
                    —¡Dale, tío, dale!
                    Chuck no necesita que lo animen. Ya está metido de lleno. «La banca en

               el  siglo  XXI»  se  ha  esfumado  de  su  mente.  Se  desabrocha  la  chaqueta  del
               traje, se la echa atrás con el dorso de las manos, introduce los pulgares bajo el
               cinturón como un pistolero, y hace un espagat modificado, hacia fuera y hacia
               atrás. A eso sigue un paso rápido y un giro. El batería se ríe y asiente.

                    —Eres el amo —dice—. ¡Eres el gran amo, papi!
                    El  gentío  va  en  aumento,  el  sombrero  se  está  llenando.  A  Chuck  el
               corazón, más que latirle, le martillea en el pecho. Una buena manera de tener
               un infarto, pero le da igual. Si su mujer lo viera, se quedaría de piedra, y le da

               igual.  Su  hijo  se  abochornaría,  pero  su  hijo  no  está  ahí.  Apoya  el  zapato
               derecho en la pantorrilla izquierda, gira otra vez y, cuando vuelve a situarse
               en el centro, mirando al frente, ve a una joven bonita al lado de los tipos con
               boina. Viste una blusa vaporosa de color rosa y una falda cruzada. Lo observa

               con los ojos como platos y mirada de fascinación.
                    Chuck, sonriendo, le tiende las manos y chasca los dedos.
                    —Ven —dice—. Ven, hermanita, ven a bailar conmigo.





               Jared duda que la chica se preste —parece más bien tímida—, pero se acerca
               lentamente  al  hombre  del  traje  gris.  A  lo  mejor  el  Sombrero  Mágico  de
               verdad es mágico.







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