Page 17 - La sangre manda
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—Bien —contestó el señor Harrigan—, pero si tu padre te pregunta qué

               estamos leyendo, te sugiero que digas Dombey e hijo. Que de todos modos
               leeremos a continuación.
                    Mi padre no me lo preguntó —al menos en esa ocasión—, y sentí alivio
               cuando pasamos a Dombey, que fue la primera novela para adultos que, según

               recuerdo, me gustó de verdad. No quería mentir a mi padre, me habría sentido
               fatal,  aunque  estoy  seguro  de  que  eso  al  señor  Harrigan  le  habría  dado
               absolutamente igual.





               Al señor Harrigan le gustaba que le leyera porque se le cansaba la vista con
               facilidad. Probablemente no necesitaba que le quitara las malas hierbas de los
               macizos  de  flores;  Pete  Bostwick,  que  cortaba  el  césped  en  sus  cuatro  mil

               metros cuadrados de jardín, lo habría hecho encantado, creo. Y Edna Grogan,
               su ama de llaves, le habría quitado el polvo encantada a su gran colección de
               esferas  de  nieve  y  pisapapeles  de  cristal  antiguos,  pero  esa  tarea  la  tenía
               asignada yo. Más que nada le gustaba tenerme por allí. Hasta poco antes de

               morir nunca me lo dijo, pero yo lo sabía. Solo que no sabía por qué, y aún
               ahora no estoy seguro de saberlo.
                    En una ocasión, cuando volvíamos de cenar en el restaurante Marcel’s de
               Castle Rock, mi padre preguntó de sopetón:

                    —¿Alguna vez Harrigan te ha tocado y te has sentido incómodo?
                    A mí me faltaban todavía años para poder dejarme siquiera un asomo de
               bigote,  pero  supe  a  qué  se  refería;  para  algo  nos  habían  inculcado  ya  en
               tercero lo de «cuidado con los desconocidos» y los «toqueteos inapropiados».

                    —¿Si me manosea? ¿Eso quieres decir? ¡No! Jopé, papá, no es gay.
                    —De acuerdo. No te pongas así, Craigster. Tenía que preguntarlo. Porque
               pasas allí mucho tiempo.
                    —Si me manoseara, podría al menos mandarme rascas de dos dólares —

               dije, y mi padre se rio.
                    Venía a ganar unos treinta dólares semanales, y mi padre insistía en que
               ingresara al menos veinte en la cuenta de ahorros para la universidad. Cosa
               que yo hacía, aunque lo consideraba una soberana estupidez; cuando a uno

               incluso la adolescencia le parece muy lejana, la universidad bien podría estar
               en otra vida. Diez pavos a la semana seguían siendo una fortuna. Gastaba algo
               en hamburguesas y batidos que tomaba sentado a la barra de Howie’s Market,
               y la mayor parte en libros de bolsillo viejos de Dahlie’s, la librería de segunda

               mano de Gates Falls. Los que compraba no eran textos densos como los que




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