Page 19 - La sangre manda
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corta. O al menos eso me pasaba a mí. Todo quedaba en ese momento al
alcance de los dedos, por gentileza de AT&T y Steve Jobs.
Incorporaba también otra aplicación, una que me llevó a pensar en el
señor Harrigan incluso aquella primera mañana de júbilo. Molaba mucho más
que la radio por satélite de su coche. Al menos para hombres como él.
—Gracias, papá —dije, y lo abracé—. ¡Muchas gracias!
—Pero no lo uses más de la cuenta. Las tarifas están por las nubes, y lo
tendré controlado.
—Ya bajarán —contesté.
En eso no me equivoqué, y mi padre nunca me agobió por el gasto. La
verdad es que no tenía mucha gente a la que llamar, pero sí me gustaban
aquellos vídeos de YouTube (a mi padre también), y me encantaba acceder a
lo que entonces llamábamos las tres «w»: la World Wide Web. A veces
miraba artículos del Pravda, no porque entendiera el ruso, sino porque podía.
Apenas dos meses más tarde, llegué a casa del colegio, abrí el buzón y
encontré un sobre dirigido a mí en la letra anticuada del señor Harrigan. Era
mi felicitación del día de San Valentín. Entré en casa, dejé mis libros de texto
en la mesa y abrí el sobre. No contenía una postal con dibujos de flores o
cursi, ese no era el estilo del señor Harrigan. Mostraba a un hombre con
esmoquin que hacía una reverencia a la vez que tendía una chistera en un
campo florido. El mensaje impreso en el interior rezaba: «Que tengas un año
lleno de amor y amistad». Debajo de eso: «Saludos del señor Harrigan». Un
hombre que hacía una reverencia y tendía un sombrero, saludos, sin
sentimentalismos. Todo muy propio del señor Harrigan. Volviendo la vista
atrás, me sorprende que considerara el día de San Valentín digno de una
felicitación.
En 2008 los rasca y gana de un dólar de Lucky Devil habían dado paso a
otros llamados Pine Tree Cash, en alusión a los seis pinos que ilustraban el
pequeño billete. Si, al rascarlos, aparecía la misma cantidad debajo de tres de
ellos, ganabas esa cantidad. Rasqué los árboles y, con incredulidad, fijé la
mirada en lo que había quedado a la vista. Al principio pensé que era un error
o una broma, pese a que el señor Harrigan no era hombre de bromas. Volví a
mirar y recorrí los números destapados con los dedos, apartando los residuos
de lo que mi padre llamaba (siempre alzando la vista al cielo) «la mugre de
rascar». Los números permanecieron iguales. Puede que me riera, aunque no
estoy seguro, pero sí recuerdo que grité, eso sin duda. Grité de alegría.
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