Page 24 - La sangre manda
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gana  haya  salido  premiado.  —Volvió  a  suspirar—.  Bueno,  adelante  con  tu

               demostración. Pero no conseguirás que cambie de idea.
                    Tras haber sido objeto de aquella mirada, tan distante y tan fría, pensé que
               tenía  razón.  En  efecto  acabaría  regalándole  el  teléfono  a  mi  padre.  Pero,
               llegados  a  ese  punto,  decidí  seguir  adelante.  El  teléfono  tenía  la  batería

               cargada al máximo, me había asegurado de eso, y funcionaba perfectamente.
               Lo encendí y le señalé un icono de la segunda fila. El dibujo presentaba unos
               trazos angulosos, semejantes a un electrocardiograma.
                    —¿Ve este?

                    —Sí  —contestó—,  y  veo  lo  que  pone.  Pero  en  realidad  no  necesito
               información  sobre  la  Bolsa.  Como  sabes,  estoy  suscrito  al  Wall  Street
               Journal.
                    Pulsé el icono y abrí la aplicación. Apareció el promedio del Dow Jones.

               Yo ignoraba qué querían decir esos números, pero vi que fluctuaban. 14.720
               subió a 14.728, luego disminuyó a 14.704, luego ascendió a 14.716. El señor
               Harrigan  observaba  con  los  ojos  como  platos.  Boquiabierto.  Era  como  si
               alguien lo hubiera tocado con una varita mágica. Cogió el teléfono y se lo

               acercó a la cara. Luego me miró.
                    —¿Estos números aparecen en tiempo real?
                    —Sí —respondí—. Bueno, a lo mejor con uno o dos minutos de retraso,
               no  estoy  seguro.  El  teléfono  los  recibe  del  nuevo  repetidor  de  Motton.

               Tenemos suerte de que haya uno tan cerca.
                    Se inclinó hacia delante. Una sonrisa renuente asomó a las comisuras de
               sus labios.
                    —Caramba. Es como las cintas de cotizaciones que los magnates tenían

               antes en sus casas.
                    —Qué va, es mucho mejor —corregí—. A veces las cintas llevaban horas
               de retraso. Me lo dijo mi padre anoche. A él lo tiene fascinado esta aplicación
               de la Bolsa. Siempre me está cogiendo el teléfono para mirar. Me contó que

               en  1929  la  Bolsa  se  hundió  tanto  porque,  entre  otras  razones,  cuantas  más
               transacciones hacía la gente, más se retrasaban las cintas.
                    —Es verdad —confirmó el señor Harrigan—. Cuando quisieron echar el
               freno, las cosas ya habían llegado demasiado lejos. Aunque, desde luego, algo

               así  en  realidad  podría  acelerar  una  venta  en  masa  de  acciones.  Es  difícil
               saberlo por lo nueva que es aún esta tecnología.
                    Esperé. Quería añadir algo más, vendérselo —al fin y al cabo, era solo un
               niño—, pero por algún motivo intuí que esperar era lo oportuno. Siguió atento







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