Page 23 - La sangre manda
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Alrededor de un mes más tarde, regalé al señor Harrigan un iPhone nuevo. No
               lo  envolví  ni  nada,  en  parte  porque  no  se  celebraba  ninguna  festividad,  en
               parte porque sabía cómo le gustaba que se hicieran las cosas: sin florituras.

                    Con expresión de perplejidad, dio la vuelta a la caja una o dos veces en
               sus manos nudosas por efecto de la artritis. Luego me la devolvió.
                    —Gracias, Craig, te agradezco la atención, pero no. Te sugiero que se lo
               regales a tu padre.

                    Cogí la caja.
                    —Ya me dijo él que reaccionaría usted así. —Sentí desilusión, pero no
               sorpresa. Y no estaba dispuesto a rendirme.
                    —Tu padre es un hombre sabio. —Se inclinó hacia delante en su sillón y

               entrelazó  las  manos  entre  las  rodillas—.  Craig,  rara  vez  doy  consejos;  casi
               siempre es malgastar saliva. Pero hoy sí voy a darte uno. Henry Thoreau dijo
               que nosotros no poseemos las cosas; las cosas nos poseen a nosotros. Cada
               nuevo objeto, ya sea una casa, un coche, un televisor o un teléfono caro como

               ese, es algo más que debemos llevar a cuestas. Eso me trae a la memoria a
               Jacob  Marley  cuando  dice  a  Scrooge:  «Arrastro  la  cadena  que  me  forjé  en
               vida». No tengo televisión porque, si la tuviera, la vería, pese a que no emite
               más que tonterías. No tengo radio en casa porque la escucharía, y un poco de

               country para romper la monotonía en un largo viaje en coche es en realidad lo
               único que necesito. Si tuviera eso… —señaló la caja que contenía el teléfono
               —,  sin  duda  lo  utilizaría.  Recibo  por  correo  doce  periódicos  distintos,  y
               contienen toda la información que necesito para mantenerme al día sobre el

               mundo  de  los  negocios  y  el  mundo  en  sentido  más  amplio.  —Volvió  a
               recostarse  y  suspiró—.  Ya  ves  tú.  No  solo  te  he  dado  un  consejo;  he
               pronunciado un discurso. La vejez es traicionera.
                    —¿Puedo enseñarle solo una cosa? No, dos.

                    Posó en mí una de las miradas que le había visto dirigir a su jardinero y su
               ama  de  llaves,  pero  nunca  a  mí  hasta  esa  tarde:  penetrante,  escéptica  y
               francamente desagradable. Ahora, muchos años después, comprendo que es la
               mirada que un hombre perspicaz y cínico adopta cuando se cree capaz de ver

               en  el  interior  de  la  mayoría  de  las  personas  y  da  por  supuesto  que  no
               encontrará nada bueno.
                    —Esto  no  hace  más  que  demostrar  la  validez  del  viejo  dicho:  ninguna
               buena acción queda sin castigo. Empiezo a lamentar que ese billete de rasca y







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