Page 18 - La sangre manda
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leía  para  el  señor  Harrigan  (incluso  Lady  Chatterley  era  denso  cuando

               Constance  y  Mellors  no  andaban  inmersos  en  alguna  escena  calenturienta).
               Me gustaban las novelas negras y las del Oeste como Tiroteo en Gila Bend y
               Rastro de plomo caliente. Leer para el señor Harrigan era trabajo. No es que
               me dejara la piel, pero era trabajo. Un libro como Un lunes los matamos a

               todos, de John D. MacDonald, era puro placer. Me dije que debía ahorrar el
               dinero que no ingresaba en el fondo universitario para uno de esos nuevos
               teléfonos de Apple que salieron a la venta en el verano de 2007, pero eran
               caros, unos seiscientos pavos, y a diez dólares semanales, necesitaría más de

               un año. Cuando uno tiene once y va para doce, un año es mucho tiempo.
                    Además, esos libros viejos con sus portadas de colores me atraían.





               La mañana de Navidad de 2007, tres años después de empezar a trabajar para
               el señor Harrigan y dos años antes de su muerte, había solo un paquete para
               mí al pie del árbol, y mi padre me dijo que lo reservara para el final, cuando él
               hubiera  admirado  debidamente  el  chaleco  de  cachemira,  las  zapatillas  y  la

               pipa de madera de brezo que yo le había regalado. Resuelto ese asunto, retiré
               el envoltorio de mi único regalo, y chillé de entusiasmo al ver que me había
               comprado  precisamente  lo  que  yo  más  deseaba:  un  iPhone  con  tantas
               funciones distintas que a su lado el teléfono que llevaba mi padre instalado en

               el coche parecía una antigualla.
                    Las cosas han cambiado mucho desde entonces. Ahora la antigualla es el
               iPhone  que  me  regaló  mi  padre  por  Navidad  en  2007,  como  la  línea
               compartida entre cuatro familias de la que me había hablado rememorando su

               infancia.  Ha  habido  muchísimos  cambios,  muchísimos  adelantos,  y  se  han
               producido  muy  deprisa.  Mi  iPhone  de  Navidad  tenía  solo  dieciséis
               aplicaciones,  y  venían  precargadas.  Una  de  ellas  era  YouTube,  porque  en
               aquel entonces Apple y YouTube eran amigos (eso cambió). Una se llamaba

               SMS, que eran los mensajes de texto primitivos (sin emoticonos, palabra que
               aún no se había inventado, a menos que los hiciera uno mismo). Incluía una
               aplicación meteorológica que por lo general se equivocaba. Pero uno podía
               hacer  llamadas  telefónicas  desde  algo  tan  pequeño  que  cabía  en  el  bolsillo

               trasero del pantalón y, mejor aún, disponía de Safari, que permitía conectarse
               con el mundo exterior. Cuando uno se criaba en un pueblo como Harlow, con
               calles  de  tierra  y  sin  semáforos,  el  mundo  exterior  era  un  lugar  extraño  y
               tentador, y uno ansiaba tocarlo de un modo en el que la televisión se quedaba







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