Page 121 - El retrato de Dorian Gray (Edición sin censura)
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entres en una casa para que alguna clase de oprobio entre en ella tras de ti. No
sé si ésa es o no la verdad. ¿Cómo podría saberlo? Pero es lo que se dice. Me
han contado cosas que es imposible poner en duda. Lord Gloucester fue uno
de mis mejores amigos en Oxford. Me enseñó una carta que su esposa le
había escrito cuando se moría, sola, en su villa de Mentone. Era la confesión
más, más terrible que haya leído jamás. Me dijo que sospechaba de ti. Yo le
respondí que era absurdo, que te conocía absolutamente y que eras incapaz de
algo semejante. ¿Te conocía? Me pregunto ahora si te conozco. Para poder
responder a eso, tendría que haber visto tu alma.
—¡Ver mi alma! —musitó Dorian Gray levantándose bruscamente del
sofá, casi blanco de terror.
—Sí —respondió Hallward con gravedad e infinita tristeza en su voz—,
ver tu alma. Pero sólo Dios puede hacer eso.
Una amarga risa de burla salió de los labios del hombre más joven.
—¡La verás por ti mismo esta noche! —exclamó tomando una lámpara de
la mesa—. Vamos. Es la obra de tus manos. ¿Por qué no deberías verla?
Podrás contárselo todo al mundo después, si así lo quieres. Nadie te creería.
Y, si te creyeran, les resultaré más atrayente por ello. Conozco la época mejor
que tú, por mucho que parlotees sobre ella de forma tan tediosa. Vamos, te lo
explicaré. Ya has chachareado bastante sobre corrupción. Ahora la
contemplarás de frente.
La locura de la soberbia estaba presente en cada una de las palabras que
pronunció. Golpeaba el suelo con el pie de aquella manera suya infantil e
insolente. Sentía una terrible alegría ante la idea de que alguien fuera a
compartir con él su secreto y de que el hombre que había pintado el retrato,
que fue el origen de su vergüenza, fuera a soportar durante el resto de su vida
la carga del recuerdo atroz de lo que había hecho.
—Sí —continuó acercándose a él y mirándolo fijamente a los ojos
severos—, te mostraré mi alma. Verás eso mismo que crees que sólo Dios
puede ver.
Hallward retrocedió sobresaltado.
—¡Eso es blasfemo, Dorian! —exclamó—. No debes decir cosas como
ésa. Son horribles, y no tienen ningún sentido.
—¿Eso crees? —volvió a reír.
—Sé que es así. En cuanto a lo que te he dicho esta noche, lo he dicho por
tu bien. Sabes lo mucho que te he adorado siempre.
—No me toques. ¿Has terminado lo que tenías que decir?
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