Page 126 - El retrato de Dorian Gray (Edición sin censura)
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—¡Reza, Dorian, reza! —murmuró—. ¿Qué es lo que nos decían de
niños? No nos dejes caer en la tentación. Perdona nuestros pecados, Purifica
nuestras iniquidades. Digámoslo juntos. La plegaria de tu orgullo fue
respondida. La plegaria de tu arrepentimiento también lo será. Te adoré
demasiado. Estoy siendo castigado por ello. Tú te adoraste demasiado a ti
mismo. Estamos siendo castigados los dos.
Dorian Gray se dio la vuelta lentamente y lo miró con los ojos nublados
por las lágrimas.
—Es demasiado tarde, Basil —murmuró.
—Nunca es demasiado tarde, Dorian. Arrodillémonos e intentemos
recordar una oración. ¿No hay un versículo en alguna parte que dice «aunque
tus pecados sean escarlata, yo los haré blancos como la nieve»?
—Esas palabras ya no significan nada para mí.
—¡Calla! No digas eso. Has hecho suficiente mal en tu vida. ¡Dios mío!
¿No ves con qué lascivia nos mira esa maldita cosa?
Dorian Gray miró al cuadro y, de repente, un incontrolable sentimiento de
odio hacia Basil Hallward se apoderó de él. Las pasiones frenéticas de un
animal acorralado se agitaron en su interior, y odió a aquel hombre sentado en
la mesa más de lo que hubiera odiado nada en toda su vida. Miró
furiosamente a su alrededor. Algo brillaba en lo alto del cofre pintado que
tenía enfrente. Sus ojos se detuvieron allí. Sabía lo que era. Era un cuchillo
que había subido unos días antes para cortar un trozo de cuerda y se había
dejado olvidado. Se acercó lentamente a él pasando junto a Hallward. Tan
pronto como estuvo tras él, lo tomó y se dio la vuelta. Hallward se movió en
la silla como si fuera a levantarse. Se lanzó sobre él, y hundió el cuchillo en la
importante vena que hay tras el oído, golpeando la cabeza del hombre contra
la mesa y apuñalándolo una y otra vez.
Se oyó un gemido sofocado y el horrible sonido de alguien que está
ahogándose en sangre. Los brazos extendidos se agitaron convulsivamente
tres veces, moviendo en el aire unas manos de grotescos dedos rígidos. Lo
apuñaló una vez más, pero el hombre ya no se movió. Algo comenzó a gotear
en el suelo. Esperó un momento, sin dejar de sujetar la cabeza. Entonces
arrojó el cuchillo sobre la mesa y escuchó.
No se oía nada más que el gotear y gotear sobre la alfombra raída. Abrió
la puerta y salió al descansillo. La casa estaba bastante en silencio. Nadie se
movía. Sacó la llave y volvió a la habitación, encerrándose dentro esta vez.
Aquella cosa seguía sentada en la silla, echada sobre la mesa con la
cabeza inclinada, la espalda chepuda y aquellos largos brazos irreales. De no
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