Page 127 - El retrato de Dorian Gray (Edición sin censura)
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ser por el rojo desgarro dentado en el cuello y el coágulo negro que
lentamente iba encharcando la mesa, se podía decir que el hombre tan sólo
dormía.
¡Con qué rapidez había sucedido todo! Se sentía extrañamente sereno y,
tras dirigirse hasta la ventana, la abrió y se asomó al balcón. El viento se
había llevado la niebla y el cielo era como una monstruosa cola de pavo real
salpicada de miríadas de ojos dorados. Miró abajo, y vio al policía haciendo
su ronda e iluminando con su linterna sorda las puertas de las casas en
silencio. La mancha carmesí de un cabriolé que pasaba brilló en la esquina y
luego se desapareció. Una mujer envuelta en un chal harapiento caminaba
tambaleándose junto a las verjas. De vez en cuando, se detenía y miraba hacia
atrás. Hubo un momento en que empezó a cantar con voz ronca. El policía se
dirigió a ella y le dijo algo. La mujer entonces se alejó tambaleándose y
riéndose. Una violenta ráfaga de viento azotó la plaza. Las lámparas de gas
parpadearon y se volvieron azules, y los árboles sin hojas agitaron sus negras
ramas de acero como doloridos. Tembló y volvió adentro cerrando la ventana
tras él.
Fue entonces hasta la puerta, giró la llave, y la abrió. Ni siquiera miró al
hombre asesinado. Sentía que el secreto de todo estaba en no tomar
conciencia de la situación. Aquel amigo que había pintado el retrato fatal, el
retrato al que debía toda su desdicha, había abandonado su vida. Era
suficiente.
Entonces se acordó de la lámpara. Era una muestra bastante curiosa de
artesanía árabe, hecha de plata maciza incrustada con arabescos de acero
bruñido. Tal vez su criado pudiera echarla en falta y se hicieran preguntas.
Volvió y la tomó de la mesa. ¡Qué quieto estaba el hombre! ¡Qué
horriblemente blancas parecían sus largas manos! Era como una espantosa
imagen de cera.
Cerró la puerta con llave tras él, y bajó sin hacer ruido las escaleras.
Cuando la madera crujía, parecía gritar de dolor. Varias veces se detuvo y
esperó. No; todo estaba en silencio. Era sólo el sonido de sus propios pasos.
Al llegar a la biblioteca, vio el maletín y el abrigo en el rincón. Había que
esconderlos en alguna parte. Abrió un armario secreto cerrado con llave que
había en el revestimiento de madera y los guardó allí. No le sería difícil
quemarlos después. Entonces sacó su reloj. Eran las dos menos veinte.
Se sentó y empezó a pensar. Todos los años, si es que no todos los meses,
ahorcaban a hombres en Inglaterra por lo que él había hecho. Había existido
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