Page 132 - El retrato de Dorian Gray (Edición sin censura)
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Sintió que, si pensaba demasiado en lo ocurrido, acabaría enfermando o
volviéndose loco. Había pecados cuya fascinación era mayor en el recuerdo
que mientras se cometían, extraños triunfos que gratificaban el orgullo más
que las pasiones y proporcionaban al intelecto una viva sensación de alegría
mayor que ninguna otra que pudieran brindar a los sentidos. Pero aquél no era
uno de ellos. Era algo que había que expulsar de la mente, adormecer con
amapola, ahogar para que no ahogase.
Se pasó la mano por la frente, y entonces se levantó con premura y se
vistió, poniendo aún más atención que de costumbre, eligiendo
cuidadosamente la corbata y el alfiler y cambiándose los anillos varias veces.
Se demoró bastante desayunando, probando los distintos platos, hablando
con su ayuda de cámara sobre unas nuevas libreas que estaba pensando
encargar para los criados de Selby y revisando su correspondencia. Se sonrió
de algunas de las cartas. Tres de ellas lo aburrieron. Una la leyó varias veces y
luego la rompió con un leve gesto de enfado en el rostro. «¡Qué cosa tan
terrible la memoria de una mujer!», como había dicho lord Henry en cierta
ocasión.
Cuando se hubo bebido el café, se sentó en la mesa y escribió dos cartas.
Una la guardó en su bolsillo; la otra se la entregó al ayuda de cámara.
—Lleve esto al 152 de la calle Hertford, Francis, y si el señor Campbell
estuviera fuera de la ciudad, consiga su dirección.
En cuanto se quedó solo, encendió un cigarrillo y comenzó a esbozar
sobre un papel, dibujando flores y motivos arquitectónicos primero, y luego
rostros. Y, de repente, se dio cuenta de que todos los rostros que dibujaba
parecían tener una extraña similitud con el de Basil Hallward. Frunció el ceño
y, después de levantarse, fue hasta la estantería y cogió un volumen al azar.
Estaba decidido a no pensar en lo que había pasado hasta que no fuera
absolutamente necesario.
Después de tumbarse en el sofá, miró la portada del libro. Era el Emaux et
Camées de Gautier, la edición en papel japonés de Charpentier, con grabados
de Jacquemart. Las cubiertas eran de piel verde limón con decoración de
enrejado dorado y granadas. Se lo había regalado Adrian Singleton. Pasando
las páginas, sus ojos se detuvieron en el poema sobre la mano de Lacenaire, la
fría mano amarillenta «du supplice encore mal lavée», con su vello rojizo y
sus «doigts de faune». Miró sus propios dedos blancos y afilados y continuó
hasta llegar a aquellos encantadores versos sobre Venecia:
Sur une gamme chromatique,
Le sein de perles ruisselant,
La Vénus de l’Adriatique
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