Page 133 - El retrato de Dorian Gray (Edición sin censura)
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Sort de Veau son corps rose et blanc.

                                               Les dômes, sur l’azur des ondes
                                              Suivant la phrase au pur contour,
                                             S’enflent comme des gorges rondes
                                               Que soulève un soupir d’amour.

                                                L’esquif aborde et me dépose,
                                                Jetant son amarre au pilier,
                                                  Devant une façade rose,
                                                Sur le marbre d’un escalier.

                    ¡Qué exquisitos eran! Al leerlos, uno parecía flotar en los verdes canales
               de  la  ciudad  color  perla  y  rosa  en  una  góndola  negra  con  proa  de  plata  y

               cortinas colgantes. Los mismos versos le parecían como esas líneas rectas de
               azul turquesa que nos siguen por el Lido. Los repentinos fogonazos de color
               le  recordaban  el  esplendor  de  los  pájaros  de  cuello  de  ópalo  e  iris  que
               revolotean en torno al alto Campanile en forma de panal de miel, o caminan

               con majestuosa elegancia por las sombrías arcadas. Recostándose con los ojos
               cerrados, seguía diciendo para sí una vez y otra:

                                                  Devant une façade rose
                                                Sur le marbre d’un escalier.

                    Toda  Venecia  estaba  en  esos  dos  versos.  Recordó  el  otoño  que  había
               pasado  allí,  y  un  maravilloso  amor  que  lo  había  empujado  a  deliciosas  y

               fantásticas locuras. Existía romanticismo en todas partes. Pero Venecia, como
               Oxford, había conservado su trasfondo para el romanticismo, y el trasfondo lo
               era  todo,  o  casi  todo.  Basil  había  estado  con  él  parte  del  tiempo,  y  había
               enloquecido con Tintoretto. ¡Pobre Basil! ¡Qué horrible forma de morir para

               un hombre!
                    Suspiró,  y  volvió  a  coger  el  libro,  e  intentó  olvidar.  Leyó  sobre  las
               golondrinas que revolotean entrando y saliendo del pequeño café de Esmirna
               donde  se  sientan  los  hadjis  a  contar  sus  cuentas  de  ámbar,  y  donde  los

               mercaderes  con  turbante  fuman  sus  largas  pipas  con  adorno  de  borlas  y
               conversan con gravedad entre sí; del obelisco de la Place de la Concorde, que
               llora lágrimas de granito en su solitario exilio sin sol, y añora volver al cálido
               Nilo, cubierto de loto, donde están las Esfinges, y también los ibis de color

               entre rosa y rojo, y los buitres blancos con garras doradas, y los cocodrilos
               con pequeños ojos de berilo que se arrastran por el verde lodo humeante; de
               esa curiosa estatua que Gautier compara con una voz de contralto, el «monstre
               charmant»  acostado  en  la  sala  pórfida  del  Louvre…  Pero,  pasado  algún

               tiempo,  el  libro  se  le  cayó  de  las  manos.  Se  puso  nervioso,  y  un  horrible




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