Page 124 - El retrato de Dorian Gray (Edición sin censura)
P. 124
la chimenea, vio que todo estaba cubierto de polvo y que había agujeros en la
alfombra. Un ratón corrió trabajosamente a esconderse tras el revestimiento
de madera. Olía a humedad y a moho.
—Así que crees que sólo Dios puede ver el alma, Basil… Aparta esa
cortina y verás la mía.
La voz que habló era fría y cruel.
—Estás loco, Dorian, o representando un papel —musitó Hallward
frunciendo el ceño.
—¿No quieres? Entonces tendré que hacerlo yo mismo —dijo el joven, y
arrancó la cortina de la barra, y la arrojó al suelo.
Una exclamación de horror salió de labios de Hallward al ver bajo la
tenue luz la horrible criatura que lo miraba lascivamente desde el lienzo.
Había algo en su expresión que lo llenaba de aversión y asco. ¡Cielo santo!
Estaba mirando el propio rostro de Dorian Gray. El horror, por grande que
fuese, no había, con todo, destruido por completo aquella belleza maravillosa.
Aún quedaba algo de oro en los cabellos que adelgazaban y algo de escarlata
en los labios sensuales. Los ojos húmedos aún conservaban algo del encanto
de su azul; las nobles curvas aún no habían desaparecido por completo de la
nariz cincelada y la escultórica garganta. A pesar de todo, seguía siendo
Dorian. Pero ¿quién había hecho aquello? Le parecía reconocer sus propias
pinceladas, y él mismo había diseñado el marco. La idea era monstruosa, y
sintió miedo. Tomó la vela encendida y la acercó al cuadro. En la esquina
izquierda estaba su nombre, trazado en largas letras de color bermellón.
Era una repugnante parodia, una sátira infame e innoble. Él jamás la había
hecho. Y, sin embargo, seguía siendo su cuadro. Lo sabía, y sentía como si su
sangre hubiera pasado del fuego al quieto hielo en un momento. ¡Su propio
cuadro! ¿Qué significaba? ¿Por qué estaba alterado? Se volvió y miró a
Dorian Gray con los ojos de un hombre enfermo. Tenía crispada la boca y su
lengua seca parecía incapaz de articular palabra. Se pasó la mano por la
frente. Estaba fría y húmeda por el sudor.
El joven se apoyaba sobre la repisa de la chimenea observándolo con la
curiosa expresión que vemos en el rostro de los absortos en una
representación cuando un gran artista actúa. No había ni verdadero dolor ni
verdadera alegría. Era, simplemente, la pasión del espectador, quizá con un
destello de triunfo en sus ojos. Se había sacado la flor del abrigo y la estaba
oliendo, o simulando olerla.
—¿Qué significa esto? —exclamó Hallward al fin, y su propia voz sonó
estridente y extraña a sus oídos.
Página 124