Page 125 - El retrato de Dorian Gray (Edición sin censura)
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—Hace años, cuando era un niño —dijo Dorian Gray—, tú me conociste,
me adoraste, me halagaste, me enseñaste a envanecerme de mi belleza. Un día
me presentaste a un amigo tuyo, que me explicó la maravilla de la juventud, y
tu acabaste un retrato mío que me reveló la maravilla de la belleza. En un
momento de locura que ni siquiera hoy sé si lamento o no, formulé un deseo.
Tal vez tú lo llamarías una plegaria…
—¡Lo recuerdo! ¡Lo recuerdo muy bien! ¡No! Es imposible. Hay
humedad en la habitación. El moho ha llegado al lienzo. Las pinturas que usé
contendrían algún nefasto veneno mineral. Te digo que es imposible.
—¿Qué es imposible? —murmuró el joven dirigiéndose a la ventana y
apoyando la frente contra el frío cristal empañado por la niebla.
—Me dijiste que lo habías destruido.
—Me equivoqué. Me ha destruido él a mí.
—No creo que sea mi cuadro.
—¿No puedes ver tu romance en él? —dijo Dorian amargamente.
—Mi romance, como tú lo llamas…
—Como tú lo llamabas.
—No había nada vil en él, nada ignominioso. Éste es el rostro de un
sátiro.
—Es el rostro de mi alma.
—¡Dios! ¿Qué clase de criatura he estado adorando? Ésta tiene los ojos de
un demonio.
—Todos llevamos el cielo y el infierno dentro, Basil —exclamó Dorian
con un violento gesto de desesperación.
Hallward se volvió de nuevo hacia el cuadro y lo contempló.
—¡Dios mío! ¡Si es cierto —exclamó—, y esto es lo que has hecho con tu
vida, debes de ser incluso peor de lo que imaginan quienes hablan contra ti!
Sostuvo la luz de nuevo frente al cuadro y lo examinó. La superficie
parecía bastante intacta y tal como él la había dejado. Aparentemente, era de
dentro de donde procedían la repugnancia y el horror. Por medio del extraño
despertar de alguna vida interior, la lepra del pecado iba devorando
lentamente el objeto. La putrefacción de un cadáver en una sepultura acuosa
no era tan terrible como aquélla.
La mano le tembló, y la vela cayó de su soporte al suelo y quedó allí
parpadeante. Puso el pie sobre ella y la apagó. Entonces se dejó caer en la
desvencijada silla que había junto a la mesa y enterró el rostro en sus manos.
—¡Dios mío, Dorian, vaya una lección! ¡Qué terrible lección!
No hubo respuesta, pero pudo oír al joven sollozando en la ventana.
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