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Al trasladar la racionalidad instrumental propia de este tipo de saber al campo y a los asuntos de la
educación y de la pedagogía, se asume implícitamente como válida esta perspectiva positivista y
reduccionista para construir el conocimiento educativo. Esto es lo que se ha denominado
peyorativamente como la corriente “cientificista” de la educación o positivismo educacional o,
simplemente, tecnología educativa. En este enfoque, se puede presumir que la premisa subyacente a la
investigación educativa es algo como lo siguiente: “Si mediante la observación y la experimentación
podemos, por ejemplo, descubrir las leyes que rigen la forma de aprendizaje de los alumnos,
presumiblemente podemos estructurar un conjunto de reglas que de seguirse promoverán el aprendizaje.
Así, si descubrimos que el refuerzo positivo constituye un factor regular del aprendizaje de la lectura,
presumiblemente un conjunto de reglas relativas a la aplicación del refuerzo positivo lleve a los alumnos
a aprender a leer”.
Desde esta racionalidad técnica, se entiende a la educación como una acción verificable y
controlable que consiste en la reproducción de la cultura predominante en un grupo social y por
tanto, a partir de las ideas y valores dominantes en el grupo transformadas en intenciones o
propósitos educativos, la educación, a través de los procesos de trasmisión cultural, busca una
especie de homogeneización sociocultural de los individuos.
En esta noción de objetivo educacional se incorpora esta racionalidad de adecuación de los medios a los
fines, en cuanto la adquisición o modificación conductual del alumno constituye el fin y el medio (a través
de) son los contenidos culturales. De tal modo, los contenidos culturales son concebidos al interior de
esta noción de objetivo como puro medio no problemático para el desarrollo de la conducta esperada del
aprendizaje del alumno. Los contenidos culturales aparecen así como un conjunto de saberes
estructurados, con límites definidos y estáticos, como algo acabado, como conjuntos cerrados, que están
dados como resultado de un simple proceso de acumulación a lo largo del tiempo y que sólo se requiere
trasmitirlos y asimilarlos para su adquisición y utilización, como si se tratara de un bien de consumo más.
Al mismo tiempo, el conocimiento es concebido como ideas que orientan el comportamiento de los
sujetos y que éstas son sólo el resultado del esfuerzo individual al margen de la producción social.
Por otro lado, a pesar de la centralidad que en esta racionalidad curricular tienen los objetivos
educacionales, los fines no son problemáticos en sí ni se discuten, sino que también aparecen como
dados.
De esta racionalidad se deriva que la construcción de currículo se asimila a una especie de “ingeniería” o
tecnología educacional, que implica la participación de expertos o especialistas en diseño curricular que
se basa en procesos y procedimientos científicos y racionales que deben considerar todos los factores
intervinientes en la acción educativa, para planificar racionalmente la enseñanza el aprendizaje. El
concepto subyacente de continuidad mecánica entre lo que se enseña y lo que se aprende permite
establecer una coherencia lógica entre los objetivos, los contenidos y la evaluación. El planteamiento
central está puesto entonces en el diseño de situaciones de enseñanza-aprendizaje, la observación, el
control y la valoración de conductas, la capacitación de los agentes educativos y la obtención eficiente de
resultados de aprendizaje.
2. El paradigma curricular práctico
Existe otro paradigma de construcción curricular, el interés práctico, cuya proyección al campo curricular
origina el paradigma curricular práctico o praxeológico. Este interés tiene por finalidad la comprensión
de la realidad con la intención moral de mejorarla. Según Grundy, no se trata aquí del tipo de
comprensión para “formular reglas para manipular y manejar el medio. Se trata de un interés por
comprender el medio de modo que el sujeto sea capaz de interactuar con él”.
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