Page 344 - El Señor de los Anillos
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abrían a las tinieblas de ambos lados. Hubiera sido fácil extraviarse y nadie
hubiera podido recordar el camino de vuelta.
Gimli ayudaba a Gandalf muy poco, excepto mostrando resolución y coraje.
Al menos no parecía perturbado por la mera oscuridad, como la mayoría de los
otros. El mago lo consultaba a menudo cuando la elección del camino se hacía
dudosa, pero la última palabra la daba siempre Gandalf. Las Minas de Moria
eran de una vastedad y complejidad que desalaban la imaginación de Gimli, hijo
de Glóin, nada menos que un enano de la Raza de las Montañas. A Gandalf los
borrosos recuerdos de un viaje hecho en el lejano pasado no le servían de
mucho, pero aun en la oscuridad y a pesar de todos los meandros del camino él
sabía adónde quería ir y no cejaría mientras hubiera un sendero que llevase de
algún modo a la meta.
—¡No temáis! —dijo Aragorn. Hubo una pausa más larga que de costumbre y
Gandalf y Gimli murmuraron entre ellos; los otros se apretaron detrás, esperando
ansiosamente—. ¡No temáis! Lo he acompañado en muchos viajes, aunque en
ninguno tan oscuro, y en Rivendel se cuentan hazañas de él más extraordinarias
que todo lo que yo haya visto alguna vez. No se extraviará, si es posible encontrar
un camino. Nos ha conducido aquí contra nuestros propios deseos, pero nos
llevará de vuelta afuera, cueste lo que cueste. Estoy seguro de que en una noche
cerrada encontraría el camino de vuelta más fácilmente que los gatos de la Reina
Berúthiel.
Era bueno para la Compañía contar con un guía semejante. No disponían de
combustible ni de ningún material para preparar una antorcha. En la huida
precipitada hacia la puerta, habían dejado atrás muchos bultos. Pero sin luz
hubieran caído pronto en la desesperación. No sólo eran muchas las sendas
posibles, también abundaban agujeros y fosas y a lo largo del camino se abrían
pozos oscuros que devolvían el eco de los pasos. Había fisuras y grietas en las
paredes y el piso y de cuando en cuando aparecía un abismo justo ante ellos. El
más ancho medía cerca de dos metros y Pippin tardó bastante en animarse a
saltar. De muy abajo venía un rumor de aguas revueltas, como si una gigantesca
rueda de molino estuviera girando en las profundidades.
—¡Una cuerda! —murmuró Sam—. Sabía que la necesitaría, si no la traía
conmigo.
A medida que estos peligros eran más frecuentes, la marcha se hacía más
lenta. Les parecía ya que habían estado caminando y caminando,
interminablemente, hacia las raíces de la montaría. La fatiga los abrumaba y sin
embargo no tenían ganas de detenerse. Frodo había recuperado un poco el ánimo
luego de la comida y un sorbo del cordial; pero ahora una profunda inquietud,
que llegaba al miedo, lo invadía otra vez. Aunque le habían curado la herida en
Rivendel, la terrible cuchillada había tenido algunas consecuencias. Se le habían