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FE Y CIUDADANÍA


                               Padre Alfonso Maldonado. Vicario de La Arquidiócesis de Barquisimeto, Profesor de teología de la
                               vicaria de DDHH Barquisimeto, Locutor

                   Es complicado abordar en una cuartilla un tema tal como el de la ciudadanía, referirlo

                   a los DDHH y, de paso, enfocarlo desde el punto de vista espiritual. Porque lo espiritual

                   puede tener una ambigüedad tal que necesita de una mediación teológica, lo cual lleva
                   a hilar fino para no provocar prolongados y somnolientos bostezos.


                   Se podría comenzar con una obviedad: el concepto moderno de ciudadanía, con sus

                   variantes, es un término prestado a la antigüedad clásica, en particular a los griegos,

                   pero  refundido  con  el  ideario  de  la  Ilustración,  concretado  tanto  en  la  Revolución
                   Norteamericana como en la francesa, donde las cabezas de nobles y sospechosos

                   estuvieron rodando desde los patíbulos. A diferencia de la norteamericana, donde la
                   referencia a Dios (me refiero al texto, más que a validar o no una concepción de Dios)

                   estuvo presente (“Dios ha creado al hombre libre y para ser feliz”), la francesa estuvo
                   enfrentada a la Iglesia, que en Francia era la católica. Ya por aquí nos conseguimos

                   con un enredo soberano: los grandes representantes de la Revolución fueron personas

                   teístas, deístas o ateos, o sea, en su mejor versión aceptaban algún tipo de existencia
                   de un Ser superior, pero sin revelaciones ni otras minucias.

                   Por  otro  lado,  la  teología  católica  vivía  una  crisis  importante.  Desde  la  Reforma
                   protestante no levantaba cabeza, más que por la Reforma, por la actitud defensiva y

                   replegada  que había  tomado  la política  eclesiástica  en  Europa (o  sea,  el  Papa  en

                   términos de teología, pues el dinamismo misionero hacia todas partes se mantuvo).
                   Esta esterilidad intelectual (y espiritual) hizo que no se manejara bien el cambio de

                   época  que  representaba  la  Revolución  francesa.  Puede  que  en  parte  se  buscara
                   mantener el catolicismo frente al protestantismo según los acuerdos del Tratado de

                   Westfalia (1648), en que cada Estado (reino o país) decidía la religión imperante y se

                   respetaba la que hubiese en dicho territorio sin intromisión (y menos como casus belli,
                   o  causa  de  guerra). A  lo que hay  que  añadir  la estrecha  relación  sanguínea entre

                   abades y obispos franceses con la nobleza de aquel país.
                   Así surge la ciudadanía como lo común a los naturales de un país. No ya la religión

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