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como elemento de pertenencia a la comunidad nacional (lo cual suponía una
incorporación sin precedentes para el judaísmo). La religión quedaba relegado a un
asunto privado, cuestión criticada por Marx en sus escritos a lo largo de la década de
1840, por no superar un asunto que, según él, alienaba al ser humano. Esta especie
de reducción a lo opinable, no es que satisficiera mucho a la
Jerarquía católica. Tal percepción de relativismo y antagonismo hacia lo religioso, hizo
que la Iglesia se presentara condenando el liberalismo (o sea, el sistema de
pensamiento que surge de la Revolución Francesa que busca apoyarse en un
racionalismo feroz, negando todo lo que no pudiese ser evaluado por la razón).
Un momento clave, si bien es complicado reducir la historia a un único momento, como
si no existieran antecedentes, es el
Decreto Dignitatis Humanae del
Concilio Vaticano II, del 7 de
diciembre de 1965. Trata sobre la
libertad religiosa y tuvo que nadar a
contracorriente para lograr conciliar
dos extremos: la conciencia de
única Revelación (y verdad)
necesaria para la salvación con la
libertad de conciencia de las
personas (y, por lo tanto, con los
Derechos Humanos). El papa Juan
XXIII ya había adelantado la
incorporación (¿los había bautizado?) de los Derechos Humanos dentro del lenguaje
y documentos pontificios en la encíclica Pacem in Terris (11 de abril de 1963). Al final,
el texto del decreto conciliar, Dignitatis Humanae, establece la libertad del ser humano
para buscar la Verdad, sin que esa Verdad sea relativizada. Es una afirmación de
respeto del ser humano y su conciencia, para buscar la Verdad. Se abandona la actitud
impositiva, de proselitismo o de imposición por el Estado.
A partir de ese momento es más fácil vislumbrar la participación cristiana en la
construcción de la sociedad, eso que podemos llamar como el ejercicio de los
Derechos Humanos y el llamado “bien común”. Una forma de aproximación tiene que
ver con lo que se ha llamado “los estados de vida”: no solo una distinción jurídica entre
clérigos, religiosos y laicos, sino una manera de concebir la responsabilidad moral de
cada uno y, por otra parte, de descubrir el rol insustituible de los laicos (puesto que los
cargos políticos, por ejemplo, son de su propia competencia).
Dicha interpelación moral, aunque el esquema de “estados de vida” tienda a ser
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