Page 20 - Doña Bárbara
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D Do oñ ña a   B Bá ár rb ba ar ra a: :: :   I IV V. .   U Un no o   s so ol lo o   y y   m mi il l   c ca am mi in no os s   d di is st ti in nt to os s                                   R Ró óm mu ul lo o   G Ga al ll le eg go os s
               En uno de éstos, araucano buen mozo, cara redonda de color aceitunado, Santos Luzardo reconoció a Antonio
            Sandoval, Antoñito el becerrero en los tiempos de su infancia en el hato, su camarada de expediciones en busca de
            panales de aricas y nidos de paraulatas.

               Saludó descubriéndose respetuosamente; pero cuando Luzardo le echó los brazos, tal como lo hiciera trece años
            antes para despedirse de él, el peón, emocionado, murmuró:
               –¡Santos!
               –No has cambiado de fisonomía, Antonio –dijo Luzardo, apoyadas todavía sus manos en los hombros del peón.
               Y éste, volviendo al tratamiento respetuoso:
               –Usted sí que es otra persona. Tanto, que si no hubiera sido porque sabía que venía en el bongo no lo habría
            reconocido.

               –¿De modo que no te he cogido de sorpresa? ¿Cómo supiste que venía?
               –Parece que la noticia la trajo a El Miedo el peón que acompañaba al Brujeador.
               –¡Ah! Sí. Eran dos, y uno ha debido de venirse anoche mismo por tierra.
               –A mí me dio el pitazo Juan Primita –concluyó Antonio–. Un bobo de allá de El Miedo, que todo lo descubre y es
            un telégrafo para transmitir novedades. Por cierto, que me he pasado todo el día preocupado por causa de ese empeño

            del Brujeador de venirse con usted en el bongo. De eso estábamos hablando, cuando sonó la guarura, yo y mi vale
            Carmelito.
               Referíase al compañero, y en seguida lo presentó:
               –Arrímese, vale. Carmelito López. Un hombre en quien puede confiarse con los ojos cerrados. Es de los nuevos;
            pero luzardero también hasta los tuétanos.
               –A su mandar –dijo el presentado, lacónicamente, tocándose apenas el ala del sombrero. Un hombre de facciones
            cuadradas, cejijunto, nada simpático al primer golpe de vista. Uno de esos hombres que están siempre «encuevados»
            dentro de sí mismos, como dice el llanero, sobre todo en presencia de extraños.

               No obstante, y a causa de las recomendaciones de Antonio, a Luzardo le produjo buena impresión; pero al mismo
            tiempo, se dio cuenta de que no había sido recíproca.
               En efecto, era Carmelito uno de los tres o cuatro peones del hato con cuya lealtad podía contar Santos Luzardo en la
            lucha que se había propuesto emprender contra los enemigos de su propiedad. Había llegado a Altamira hacía poco
            tiempo, y si aún permanecía allí, a pesar de lo mal avenido que estaba con el mayordomo Balbino Paiba, era por

            complacer a Antonio, quien, extremando la tradicional fidelidad de los Sandoval hacia los Luzardos, no sólo soportaba
            al mayordomo traicionero, sino que procuraba retener en Altamira a los pocos peones honrados que por allí quedaran,
            en la esperanza de que algún día resolviera Santos ir a encargarse del hato. Como Antonio, Carmelito se había alegrado
            con la noticia de la llegada del amo: Balbino Paiba sería destituido incontinenti y obligado a rendir cuenta de sus
            latrocinios; se acabarían los abusos de doña Bárbara y todo marcharía en regla.
               Pero del concepto que tenía Carmelito de la hombría estaba excluido todo lo que descubrió en Santos Luzardo,
            apenas éste saltó del bongo: la gallardía, que le pareció petulancia; la tersura del rostro, la delicadeza del cutis, ya

            sollamado por el resol de unos días de viaje, rasurado el bigote, que es atributo de machos; los modales afables, que le
            parecieron amanerados; el desusado traje de montar, aquel saco tan entallado, aquellos calzones tal holgados arriba y en
            las rodillas tan ceñidos, puños estrechos en vez de polainas, y corbata, que era demasiado trapo, para llevar encima por
            aquellas soledades, donde con los de taparse basta, y sobra trapo.
               –¡Hum! –murmuró entre dientes–. ¿Y éste es el hombre de quien tanto esperábamos? Con este patiquincito
            presumido como que no se va a ninguna parte.




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