Page 23 - Doña Bárbara
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–No tiene de qué darlas, niño. Luzardero nací y en esa ley tengo que morir. Por estos lados, cuando se habla de
nosotros los Sandovales, dicen que y que tenemos marcado en las nalgas el jierro de Altamira. ¡Je! ¡Je!
–Siempre han sido ustedes muy consecuentes con nosotros. Es la verdad.
–En buena hora lo diga, para que estos muchachos que lo están escuchando sigan siempre por el mismo rumbo. Sí,
señor. Consecuentes sernos y siempre lo hemos sido: hablando como nos toca y callados cuando no nos preguntan; pero
cumpliendo siempre el deber en lo que nos corresponde. ¿Qué hay cosas de cosas? ¡No, señor!; lo que siempre le he
dicho a Antonio: los Sandovales con los Luzardos, hasta que ellos no nos boten.
–Bueno, viejo –intervino Antonio–. Ahora no están preguntándonos.
Y Santos comprendió lo que quería decir Melesio con aquello de «callado cuando no nos preguntan». Anticipábase a
los reproches que él pudiera hacerles por no haberlo tenido al corriente de las bribonadas de los administradores y
dejaba traslucir el resentimiento de quienes, a pesar de la probada y tradicional lealtad, se vieron subordinados a–
advenedizos como Balbino Paiba, a quien ni siquiera de vista conocía Luzardo.
–Comprendo, viejo. Y reconozco que el verdadero culpable soy yo, pues estando ustedes aquí, nadie mejor para
haberles confiado mis intereses. Pero la verdad es que nunca me ocupé ni quise ocuparme de Altamira.
–Sus estudios, que no le dejaban tiempo –dijo Antonio.
–Y el despego de esta tierra.
–Eso sí es malo, niño Santos –observó Melesio.
–Y ya me doy cuenta –prosiguió Luzardo– de lo tirante que ha debido de ser la situación de ustedes en Altamira.
–Sosteniendo el barajuste, como dicen –manifestó Antonio.
Y el viejo, apoyando, en el mismo estilo metafórico de ganaderos:
–Y que no han sido pocas las atropelladas. Antonio, mijo, principalmente, ha tenido que dejarse supiritar, sobre todo
por el don Balbino, y hasta aparentarse enemigo de usted para que no lo despidiera.
–Con todo y eso, ayer quiso arreglarme mi cuenta.
–Pues ahora serás tú quien le arreglará la suya. Ha hecho bien en no venir a recibirme y ojalá se le ocurra marcharse
antes de que llegue, porque, después de todo, ¿qué cuentas puede rendirme, que no sean de las que siempre me
rindieron sus antecesores, todas del Gran Capitán, ni qué cargo puedo hacerle, si de todas sus pillerías el verdadero
culpable soy yo?
Al oír esto, Carmelito, que estaba más allá, apretándole las cinchas a los caballos amarrados a los horcones del
caney grande, murmuró:
–¿No le dije? Ya el hombre está deseando que no se le presenten dificultades con el mayordomo. La regla no manca:
con los patiquines no hay esperanza. A quien van a tener que arreglarle su cuenta, y esta noche mismo, es a mí, porque
de madrugada voy a estar ensillando.
Y quizás hasta el mismo Antonio pensó algo semejante, a pesar de la afectuosa adhesión que le profesaba a Santos,
al oírlo dispuesto a tolerar que el mayordomo se fuera tranquilo con el producto de sus pillerías, pues arrugó el ceño y
guardó silencio de contrariedad.
Santos continuó saboreando, sorbo a sorbo, el café tinto y oloroso, placer predilecto del llanero, y mientras tanto,
saboreó también una olvidada emoción.
El hermoso espectáculo de la caída de la tarde sobre la muda inmensidad de la sabana; el buen abrigo, sombra y
frescura del rústico techo que lo cobijaba; la tímida presencia de las muchachas que habían estado esperándolo toda la
tarde, vestidas de limpio y adornadas las cabezas con flores sabaneras, como para una fiesta; la emocionada alegría del
viejo al comprobar que no lo había olvidado el «niño Santos», y la noble discreción de la lealtad resentida de Antonio,
estaban diciéndole que no todo era malo y hostil en la llanura, tierra irredenta donde una raza buena ama, sufre y espera.
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