Page 22 - Doña Bárbara
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–Ésta es Gervasia, la de Manuelito. Ésta es Francisca, la de Andrés Ramón, Genoveva, Altagracia... Las novillas
sandovaleras, como les dicen por aquí. En mautes no tengo sino estos tres zagalotes que le sacaron sus macundos del
bongo. La herencia que me dejaron los hijos: once bocas con sus dientes completos.
Pasada la vergüenza del saludo y de la presentación, se fueron sentando en los bancos, una al lado de la otra en el
mismo orden en qué habían salido de la casa, sin hallar qué hacer con las manos ni dónde poner los ojos. La mayor,
Genoveva, no pasaría de diecisiete años, algunas eran buenas mozas, de tez arrosquetada, ojos negros y brillantes, y
todas de carnes macizas y aspecto saludable.
–Tiene usted una familia que da gusto, Melesio –dijo Luzardo–. Fuerte y sana. Se ve que por aquí no reina el
paludismo.
El viejo se cambió la mascada de uno a otro carrillo y respondió:
–Voy a decirle, niño Santos. Es verdad que por aquí no es tan enfermizo como por esos otros llanos que usted ha
atravesado; pero a nosotros también nos jeringa el paludismo. Yo, que le estoy hablando, once hijos tuve y siete de ellos
llegaron a hombres. Usted debe recordarlos. Pues hoy sólo me queda Antonio. Y asina como le hablo yo, le pueden
hablar también muchos otros. Lo que sucede es que habernos personas que le damos fiebre a la calentura. En buena
hora lo haiga dicho, por todos los que estamos presentes, con el favor de Dios. Pero con los demás hace su juego el
paludismo.
Escupió la amarga saliva de la mascada y volviendo a su lenguaje metafórico de hombre criado entre reses,
concluyó, con ese fatalismo bromista del pueblo venezolano:
–No tiene sino que mirar come me he quedado con el mautaje solamente. El ganado grande: los hijos y las mujeres
de los hijos, me lo arrasó el gusano.
Y volvió a soltar su risa silenciosa.
–Pero ¡cuántos abuelos no lo envidiarían, Melesio, al verlo rodeado de tantas nietas bonitas! –dijo Santos,
desechando el tema aflictivo.
–Con sus favores –murmuró Genoveva, mientras las demás cuchicheaban azoradas.
–¡Hum! –hizo Melesio–. No se esté creyendo que eso es una ventaja. Ojalá me hubieran dejado con un hatajo de
feas, porque éstas se pastorean sin mucho trabajo. Viciversa, ni dormir completo puedo. Toda la noche tengo que estar
como el alcaraván: ¡óido al zorro!, y de rato en rato me tiro del chinchorro y voy a darles una recorrida contándolas una
por una, a ver si están completas las ocho.
Y la plácida mueca volvió a marcarle las mil arrugas del rostro, mientras las muchachas, rojas dé vergüenza y
haciendo esfuerzo para contener la risa, refunfuñaban:
–¡Jesús, taita! Las cosas suyas.
Allanándose al tono chancero de Melesio, Santos charló un rato dándoles bromas a las muchachas. Rebullían ellas,
entre complacidas y azoradas, escuchábalo el viejo con la silenciosa risa desplegada en el rostro y contemplábalo en
silencio Antonio con una mirada leal.
Se presentó luego uno de los muchachos con la taza de café, que nunca le falta al llanero para obsequiar a sus
huéspedes.
–Va usted a beber en la misma taza en que bebía su padre, a quien Dios tenga en su gloria –dijo Melesio–. Desde
entonces, nadie más la ha usado.
Y en seguida:
–¡Conque no me morí sin ver al niño Santos!
–Gracias, viejo.
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