Page 24 - Doña Bárbara
P. 24

D Do oñ ña a   B Bá ár rb ba ar ra a: :: :   V V. .   L La a   l la an nz za a   e en n   e el l   m mu ur ro o                              R Ró óm mu ul lo o   G Ga al ll le eg go os s

               Y con esta emoción que lo reconciliaba con su tierra abandonó la casa de Melesio, cuando ya el sol empezaba a
            ponerse, rumbo de baquianos, a través de la sabana, que es, toda ella, uno solo y mil caminos distintos.


                                                  V V. .   L LA A   L LA AN NZ ZA A   E EN N   E EL L   M MU UR RO O
               Del que seguían las bestias, sendero abierto por las pezuñas del ganado, se levantaban con silencioso vuelo las

            lechuzas y aguaitacaminos, encandilados todavía por la claridad diurna, y al paso de la cabalgata lanzaban sus ásperos
            gritos de alerta los alcaravanes que duermen al raso de la sabana.
               Parejas de venados huían por todas partes, hasta perderse de vista. Distante, en la contraluz de un crepúsculo de
            colores calientes y suntuosos, se destacaba la silueta de un jinete que iba arreando un rebaño. Reses señeras se engreían,
            aquí y allá, amenazantes, o se disparaban ariscas, a la vista del hombre, al aire las pencas; otras, mansas, se
            encaminaban, paso a paso y por distintos rumbos, hacia el punto del horizonte donde ya se elevaban las blancas

            humaredas de la boñiga seca que era costumbre quemar en las inmediaciones del hato, al aproximarse la noche para que
            el ganado disperso por la sabana buscase los corrales. Lejos se levantaba la polvareda de una «rochela» de caballos
            salvajes. Un bando de garzas se alejaba hacia el Sur, una tras otra en la armoniosa serenidad del vuelo.
               Pero era un cuadro de desolación dentro del grandioso marco de la llanura. Ya le habían dicho a Santos Luzardo que
            en Altamira no quedaban sino unas «paraparas» y, en efecto, toda aquella hacienda que se movía entre el inmenso paño
            de sabana, sería apenas un centenar entre bestias y reses, cuando, antes, hasta los tiempos de José Luzardo, eran
            yeguadas y rebaños numerosos.

               –¡Se acabó esto! –exclamó Santos–. ¿A qué he venido si aquí no hay nada que salvar?
               –Hágase cargo –dijo Antonio–, Por un lado, doña Bárbara y por el otro una runfla de mayordomos, a cual más
            ladrones, haciendo de las suyas con el ganado de acá. Y como si fuera poco, los cuatreros del Cunaviche metiéndose en
            Altamira, como río en conuco, cada vez que les da la gana; los revolucionarios por un lado, y por el otro las comisiones
            del Gobierno que vienen a buscar caballos, y de aquí es de donde se los llevan, porque doña Bárbara, para que no le

            quiten los suyos, las endilga para acá.
               –El desastre –concluyó Santos–. ¡Y yo en Caracas tan tranquilo!
               –Pero todavía queda, doctor. Puras cimarroneras, y a Dios gracias, porque si no, a estas horas también le habrían
            manoteado esas reses. En Altamira, afortunadamente, desde el 90 para acá, con la soltada de las queseras, todo el
            ganado se estaba alzando. Las cimarroneras, que de por sí son una ruina, han sido aquí una salvación, porque, como dan
            tanta brega, los mayordomos, conchabados con los vecinos, se han contentado con cogerse el ganado manso. Una de
            estas noches lo voy a llevar al mastrantal de Mata Luzardera para que se dé una idea de la plata que todavía tiene que
            defender. Pero si se hubiera dilatado en venir unos días más, ni eso habría encontrado, pues ya el don Balbino tenía

            dispuesto empezar a darles choques a las cimarroneras para repartírselas con doña Bárbara. Por algo se ha enredado ella
            con él.
               –¡Cómo! ¿De modo que Paiba es el amante de turno de doña Bárbara?
               –Pero ¿usted no lo sabía, doctor? ¡Ah, caramba! Si por eso es que está él aquí. A lo menos, la misma doña Bárbara
            dice que fue ella quien hizo poner a Balbino en Altamira.

               Y fue entonces cuando Santos vino a darse cuenta de la traición del apoderado que le recomendara a Paiba, encima
            de haber dejado perderse la causa que él le confiara.
               Una leve sonrisa, que sólo la mirada zahorí de Antonio podía percibir, cruzó por el rostro de Carmelito, y ya aquél
            se arrepentía de las palabras con que había puesto en evidencia la desairada situación de Luzardo, cuando descubrió
            también en éste, por el fiero gesto, el encabritamiento de la hombría que Carmelito –claro estaba para él– no le
            reconocía, y de la cual él mismo había llegado a dudar por un momento hacía poco.

                                                            24
   19   20   21   22   23   24   25   26   27   28   29