Page 29 - Doña Bárbara
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tampoco le consentía ternezas ni nada que pudiese ponerla en condiciones de inferioridad, y no procedía así por espíritu
de disimulo, porque en esto, como en todo lo demás, su despreocupación era absoluta, sino por la naturaleza misma de
los sentimientos que le inspiraba aquel hombre.
Balbino Paiba no lo ignoraba; pero como era torpe y jactancioso, –no desperdiciaba ocasión de aparentar que tenía
un ascendiente absoluto sobre ella, aunque por cada uno de sus alardes ya se hubiera llevado un chasco. La chanza que
acababa de permitirse era de las que menos solía tolerar la avara doña Bárbara y se la cobró en seguida:
–Debe de estar completo –dijo, guardándose el dinero sin contarlo–. Usted nunca se equivoca, Melquíades. No tiene
esa mala costumbre.
Balbino se manoteó los bigotes, no para limpiárselos sino como maquinalmente hacía cuando algo lo contrariaba. A
él nunca le había dado una muestra de confianza semejante; por el contrario, siempre contaba minuciosamente el dinero
que él debiera entregarle, y si algo faltaba –cosa que ocurría con alguna frecuencia–, se quedaba mirándolo sin decir
palabra, hasta que él, fingiendo caer en cuenta de su descuido, completaba la cantidad con lo que se había dejado en el
bolsillo. Además, claro estaba que aquello de la mala costumbre se refería a él. A pesar de los excelentes servicios que
le había prestado en su calidad de mayordomo de Altamira, aún no había logrado captarse su confianza. En cuanto a su
condición de amante, ni siquiera podía cuntar con la precaria garantía de un capricho; era un empleado a sueldo: el que
le pagaba Luzardo por la mayordomía de Altamira.
–Bueno, Melquíades –prosiguió doña Bárbara–. ¿Qué más me cuentas? ¿Por qué mandaste adelante al peón?
–¿No le contó él? –interrogó, a su vez, tratando de evadir la explicación en presencia de Balbino, ante el cual
siempre era sumamente parco en palabras.
–Sí. Me dijo algo; pero quiero que me refieras los detalles.
Estas palabras, así como las que antes le había dirigido, las pronunció sin mirarlo a la cara, atenta al plato que se
servía. Recíprocamente, Melquíades también le hablaba sin verla. Brujos ambos, habían aprendido de los «dañeros»
indios a no mirarse nunca a los ojos.
–Pues en San Fernando escuché decir que había llegado el doctor Santos Luzardo a meterle a usted de atrás palante
todos esos pleitos que usted le ha ganado. Me dio curiosidad de conocer al hombre, y por fin logré que me lo mostraran.
Pero luego lo perdí de vista, hasta que, ayer tarde, yo que estoy ensillando para seguir con la fresca de la noche y
amanecer aquí con el día, cuando oigo que llega un viajero diciendo que se le ha atarrillado la bestia, y contratando un
bongo, que estaba allí cogiendo una carga de cueros de chigüire, para que lo trajera hasta el paso del Algarrobo. Ése es
mi hombre, me dije, y desensillé otra vuelta, me calé la cobija, y fui a acurrucarme en el caney donde le iban a servir la
comida a escuchar lo que conversara.
–Y oíste muchas cosas, seguramente. Ya me las imagino.
–Pues para que vea: nada que valiera la pena de estar sudando calenturas ajenas, como dice el dicho. Pero, oyendo al
doctorcito, que da gusto oírlo cuando se le afloja la lengua, porque conversa muy sabroso, pensé: Hombre que le gusta
escucharse, no puede estar callado mucho tiempo. La cuestión es tener paciencia y la oreja parada. Y anoche mismo le
dije al peón: Llévate mi caballo arrabiatado, que yo voy a ver si quepo en el bongo.
Y refirió luego la escena del palodeagua, durante la siesta, pintando a Santos Luzardo como a hombre arriesgado y
peligroso.
Era el espaldero de doña Bárbara uno de esos sujetos tortuosos y agazapados que siempre necesitan manifestar todo
lo contrario de lo que sienten. Sus ademanes blanduzcos, sus palabras calmosas y su costumbre de mostrarse siempre
muy admirado de la hombría de los demás, envolvían una maldad buida y fría que traspasaba los límites de lo atroz.
–No se agache tanto, zambo –díjole Balbino, al oírlo ponderar las condiciones varoniles del dueño de Altamira–. Ya
sabemos que usté no es hombre para achicársele a patiquines.
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