Page 31 - Doña Bárbara
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D Do oñ ña a   B Bá ár rb ba ar ra a: :: :   V VI II I. .   E El l   f fa am mi il li ia ar r                                   R Ró óm mu ul lo o   G Ga al ll le eg go os s
               «...Lejos, en el profundo silencio, se oía el bronco mugido de los raudales de Atures... De pronto cantó el yacabó...»

                                                      V VI II I. .   E EL L   F FA AM MI IL LI IA AR R

               Noche de luna llena, propicia para los cuentos de aparecidos. Bajo los techos de los caneyes o encaramados en los
            tramos de las puertas de los corrales, siempre hay entre los vaqueros alguno que hable de los espantos que le han salido.

               La ambigua claridad del satélite, trastornando las perspectivas, puebla de duendes la llanura. Son las noches de las
            pequeñas cosas que de lejos se ven enormes, de las distancias incalculables, de las formas disparatadas. De las sombras
            blancas apostadas al pie de los árboles, de los jinetes misteriosos, inmóviles en los claros de sabana, que desaparecen de
            pronto cuando alguien se queda mirándolos. Noches de viajar «con el escalofrío de capotera y la Magnífica en los
            labios» –según decía Pajarote–. Noches alucinantes en que hasta las bestias duermen inquietas.
               En Altamira, siempre era Pajarote quien contaba los casos más espeluznantes. La vida andariega del encaminador

            de ganados y la imaginación vivaz suministrábanle mil aventuras que narrar, a cual más extraordinaria.
               –¿Muertos? A todos los que salen desde el Uribante hasta el Orinoco y desde el Apure hasta el Meta, les conozco
            sus pelos y señales –solía decir–. Y si son los otros espantos, ya no tienen sustos que no me hayan dado.
               Las almas en pena que recorren sus malos pasos por los sitios donde los dieron; la Llorona, fantasma de las orillas
            de los ríos, caños o remansos, y cuyos lamentos se oyen a leguas de distancia; las ánimas que rezan a coro, con un
            rumor de enjambres, en la callada soledad de las matas, en los claros de luna de los calveros, y el Ánima Sola, que silba
            al caminante para arrancarle un padrenuestro, porque es el alma más necesitada del Purgatorio; la Sayona, hermosa

            enlutada, escarmiento de los mujeriegos trasnochadores, que les sale al paso, les dice: «Sígueme», y de pronto se vuelve
            y les muestra la horrible dentadura fosforescente, y las piaras de cerdos negros que Mandinga arrea por delante del
            viajero, y las otras mil formas bajo las cuales se presenta, todo se le había aparecido a Pajarote.
               Nada tenía, pues, de sorprendente que aquella noche, abandonado de pronto el cuatro que punteaba, anunciara que
            había visto al «familiar» de Altamira.

               Según una antigua superstición, de misterioso origen, bastante generalizada por allí, cuando se fundaba un hato se
            enterraba un animal vivo entre los tranqueros del primer corral construido, al fin de que su «espíritu», prisionero de la
            tierra que abarcaba la finca, velase por ésta y por sus dueños. De aquí veníale el nombre de familiar, y sus apariciones
            eran consideradas como augurios de sucesos venturosos. El de Altamira era un toro araguato que, según la tradición,
            enterró don Evaristo Luzardo en la puerta de la majada, y decíanle también «el Cotizudo» por atribuírsele grandes
            pezuñas de toro viejo vueltas flecos, como cotizas deshilachadas.
               A pesar de que allí no era costumbre tomar muy en serio las visiones de Pajarote, a un mismo tiempo dejaron de
            oírse las maracas que sacudía María Nieves, y se enderezaron en sus chinchorros Antonio y Venancio. Sólo Carmelito

            permaneció indiferente.
               Pero algo más que simple curiosidad revelaba la expresión de Antonio. Hacía muchos años que no se aparecía «el
            Cotizudo», tantos cuantos eran los de la adversidad que se había ensañado con los Luzardos, de modo que entre los
            habitantes actuales del hato sólo su padre –el viejo Melesio– recordaba haber oído hablar, allá en su infancia, de las
            frecuentes apariciones del familiar al propio don José de los Santos, que fue el último de los Luzardos que disfrutó de

            prosperidad. De atenerse a la leyenda, y si Pajarote no mentía, la aparición anunciaba la– vuelta de los buenos tiempos
            con la llegada de Santos.
               –Echa el cacho, Pajarote, a ver si te lo podemos creer. ¿Cómo fue la cosa?
               –A la tardecita, cuando venía recogiendo los mautes, caté de ver por el boquerón de La Carama, allá en Médano El
            Tigre, un toro araguato echándose tierra en medio de un espejismo de agua. Era como oro molido el polvero que



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