Page 36 - Doña Bárbara
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D Do oñ ña a   B Bá ár rb ba ar ra a: :: :   V VI II II I. .   L La a   d do om ma a                                   R Ró óm mu ul lo o   G Ga al ll le eg go os s
               –¿Y desbancaste? –preguntó Antonio.
               –Tanto como usted que no estaba por todo aquello. Me los rasparon seguiditos, porque esos demonios de las casas
            de juego ni a las ánimas respetan. Me fui a dormir silbando iguanas, y de regreso por Ajirelito, le dije al muerto: «Ya

            usted sabrá que no se nos dio la parada, socio. Otro día será. Aquí le traigo este regalito.» Y le encendí una vela –¡de a
            locha!– que era toda la luz que, cuando más iban a dar aquellos cuatro fuertes, si hubieran caído en manos del cura.
               Largas risotadas celebraron la bellaquería de Pajarote. Luego se comentaron los milagros recientes del Ánima y,
            finalmente, cada cual volvió a meterse en su chinchorro.
               Reina el silencio en el caney. La noche ha avanzado bastante, y la luna ahonda las lejanías de las sabanas. En las
            ramas del totumo el gallo sueña con gavilanes, y su voz de alarma despierta y alborota el gallinero. Los perros, que
            duermen echados en el patio, levantan las cabezas, enderezan las orejas; pero como sólo oyen el vuelo de las lechuzas y

            de los murciélagos en torno al higuerón, vuelven a meter los hocicos entre las patas. Muge una res en la majada.
            Distante, se oye el bramido de un toro que tal vez ha venteado el tigre.
               Pajarote, que ya estaba cogiendo el sueño, exclama:
               –¡Toro viejo! Falto de caballo y de soga. ¡De hombre no, porque yo estoy aquí!
               Uno ríe y otro se pregunta:

               –¿Será «el Cotizudo»?
               –Falta que estaba haciendo –respondió Antonio.
               Después no habló más.

                                                       V VI II II I. .   L LA A   D DO OM MA A

               La llanura es bella y terrible a la vez; en ella caben, holgadamente, hermosa vida y muerte atroz. Ésta acecha por
            todas partes; pero allí nadie la teme. El Llano asusta; pero el miedo del Llano no enfría el corazón; es caliente como el
            gran viento de su soleada inmensidad, como la fiebre de sus esteros.

               El Llano enloquece, y la locura del hombre de la tierra ancha y libre es ser llanero siempre. En la guerra buena, esa
            locura fue la carga irresistible del pajonal incendiado en Mucuritas y el retozo heroico de Queseras del Medio; en el
            trabajo: la doma y el ojeo, que no son trabajos, sino temeridades; en el descanso: la llanura en la malicia del «cacho», en
            la bellaquería del «pasaje», en la melancolía sensual de la copla; en el perezoso abandono: la tierra inmensa por delante
            y no andar, el horizonte todo abierto y no buscar nada; en la amistad: la desconfianza, al principio, y luego la franqueza
            absoluta; en el odio: la arremetida impetuosa; en el amor: «primero mi caballo». ¡La llanura siempre!
               Tierra abierta y tendida, buena para el esfuerzo y para la hazaña; toda horizontes, como la esperanza, toda caminos,
            como la voluntad.

               –¡Alivántense, muchachos! Que ya viene la aurora con los lebrunos del día.
               Es la voz de Pajarote, que siempre amanece de buen humor, y son los lebrunos del día –metáfora ingenua de
            ganadero poeta– las redondas nubecillas que el alba va coloreando en el horizonte, tras la ceja obscura de una mata.
               Ya en la cocina, un mecho de sebo pendiente del techo alumbra, entre las paredes cubiertas de hollín, la colada del
            café, y uno a uno van acercándose a la puerta los peones madrugadores. Casilda les sirve la aromática infusión, y, entre

            sorbo y sorbo, ellos hablan de las faenas del día.
               Todos parecen muy esperanzados; menos Carmelito, que ya tiene ensillado el caballo para marcharse. Antonio dice:
               –Lo primero que hay que hacer es jinetear el potro alazano tostado, porque el doctor necesita una bestia buena para
            su silla, y ese mostrenco es de los mejores.
               –¡Que si es bueno! –apoya Venancio, el amansador.
               Y Pajarote agrega:

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