Page 37 - Doña Bárbara
P. 37

D Do oñ ña a   B Bá ár rb ba ar ra a: :: :   V VI II II I. .   L La a   d do om ma a                                   R Ró óm mu ul lo o   G Ga al ll le eg go os s
               –Como que el don Balbino, que de eso sí sabe y no se le puede quitar, ya lo tenía visteado para cogérselo.
               Mientras Carmelito, para sus adentros:
               –Lástima de bestia, hecha para llevar más hombre encima.

               Y cuando los peones se dirigieron a la corraleja donde estaba el potro, detuvo a Antonio y le dijo:
               –Siento tener que participarte que yo he decidido no continuar en Altamira. No me preguntes por qué.
               –No te lo pregunto, porque ya sé lo que te pasa, Carmelito –replicó Antonio–. Ni tampoco te pido que no te vayas,
            aunque contigo contaba, más que con ningún otro; pero si te voy a hacer una exigencia. Aguárdate un poco. Un par de
            días no más, mientras yo me acomodo a la falta que me vas a hacer.
               Y Carmelito, comprendiendo que Antonio le pedía aquel plazo con la esperanza de verlo rectificar el concepto que
            se había formado del amo, accedió:

               –Bueno. Voy a complacerte. Por ser cosa tuya, me quedo hasta que te acomodes, como dices. Aunque hay cosas que
            no tienen acomodo en esta tierra.
               Avanza el rápido amanecer llanero. Comienza a moverse sobre la sabana la fresca brisa matinal, que huele a
            mastranto y a ganados. Empiezan a bajar las gallinas de las ramas del totumo y del merecure; el talisayo insaciable les
            arrastra el manto de oro del ala ahuecada, y una a una las hace esponjarse de amor. Silban las perdices entre los pastos.

            En el paloapique de la majada, una paraulata rompe su trino de plata. Pasan los voraces pericos, en bulliciosas
            bandadas; más arriba, la algarabía de los bandos de güiriríes, los rojos rosarios de coroceras; más arriba todavía, las
            garzas blancas, serenas y silenciosas. Y bajo la salvaje algarabía de las aves que doran sus alas en la tierna luz del
            amanecer, sobre la ancha tierra por donde ya se dispersan los rebaños bravíos y galopan las yeguadas cerriles saludando
            al día con el clarín del relincho, palpita con un ritmo amplio y poderoso la vida libre y recia de la llanura. Santos
            Luzardo contempla el espectáculo desde el corredor de la casa y siente que en lo íntimo de su ser olvidados
            sentimientos se le ponen al acorde de aquel bárbaro ritmo.
               Voces alteradas, allá junto a la corraleja, interrumpieron su contemplación:

               –Ese mostrenco pertenece al doctor Luzardo, porque fue cazado en sabanas de Altamira, y a mí no me venga usted
            con cuentos de que es hijo de una yegua miedeña. Ya aquí se acabaron los manotees.
               Era Antonio Sandoval, encarado con un hombrachón que acababa de llegar, y le pedía cuentas por haber mandado a
            enlazar el potro alazano, del cual poco antes le hablara el amansador.
               Santos comprendió que el recién llegado debía de ser su mayordomo Balbino Paiba y se dirigió a la corraleja a

            ponerle fin a la pendencia.
               –¿Qué pasa? –les preguntó.
               Mas, como ni Antonio, por impedírselo el sofocón del coraje, ni el otro, por no dignarse dar explicaciones,
            respondían a sus palabras, insistió, autoritariamente y encarándose con el recién llegado:
               –¿Qué sucede? Pregunto.
               –Que este hombre se me ha insolentado –respondió el hombretón.
               –¿Y usted quién es? –inquirió Luzardo, como si no sospechase quién pudiera ser.

               –Balbino Paiba. Para servirle.
               –¡Ah! –exclamó Santos, continuando la ficción–. ¡Conque es usted el mayordomo! ¡A buena hora se presenta! Y
            llega buscando pendencias en vez de venir a presentarme sus excusas por no haber estado aquí anoche, como era su
            deber.
               Una manotada a los bigotes y una respuesta que no estaba en el plan que Balbino se había trazado para imponérsele
            a Luzardo desde el primer momento.




                                                            37
   32   33   34   35   36   37   38   39   40   41   42