Page 42 - Doña Bárbara
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–«Ya esto no me está gustando mucho» –se dijo.
En efecto, la superioridad de aquella mujer, su dominio sobre los demás y el temor que inspiraba, parecían radicar,
especialmente, en su saber callar y guardar. Era inútil proponerse arrebatarle un secreto; de sus planes nadie sabía nunca
una palabra; en sus verdaderos sentimientos acerca de una persona nadie penetraba. Su privanza lo daba todo, incluso la
incertidumbre perenne de poseerla realmente; cuando el favorito se acercaba a ella no sabía nunca con qué iba a
encontrarse. Quien la amara, como llegó a amarla Lorenzo Barquero, tenía la vida por tormento.
Muy distante estaba Balbino de una pasión como aquella de Barquero; pero los favores de doña Bárbara no eran
despreciables todavía, y, por añadidura, enriquecían. La leyenda de aquel poder sobrenatural que la asistía, haciendo
imposible, por procedimientos misteriosos, que no le quitasen una res o una bestia, era quizá invención de la bellaquería
de los mayordomos-amantes, que habían hecho sus negocios fraudulentos con la hacienda de ella, pues, sumamente
supersticiosa como era, por creerse asistida en realidad de aquellos poderes, se descuidaba y se dejaba robar.
Decidió aprovechar lo de los Mondragones para sondear los sentimientos de la enigmática mujer.
–Por ahí están los Mondragones, que acaban de llegar de Macanillal.
–¿A qué han venido? –inquirió ella.
–Parece que quieren hablar con usted. –Ahora le parecía más prudente darle tratamiento respetuoso–. Porque como
que no están muy conformes con desbaratar todo lo que se había hecho por allá.
Doña Bárbara volvió la cabeza con un movimiento brusco y un gesto imperioso:
–¡Cómo que no están conformes! ¿Ya ellos, quién les ha preguntado si les agrada o no? Llámalos acá.
–Es decir: no es que no quieran hacer lo que se les ha mandado, sino que, como son tres hombres nada más, no
pueden darse abasto para mudar la casa y los postes en una noche.
–Que se lleven la gente que sea necesaria; pero que mañana amanezca todo donde estaba antes.
–Se lo diré así –respondió Balbino, encogiéndose de hombros.
–Por ahí has debido empezar. Bien sabes que no consiento que se discutan mis órdenes.
Balbino salió al patio, llamó aparte a los Mondragones y les dijo:
–Ustedes están equivocados. No es miedo al vecino, como se imaginan, sino un peine que queremos ponerle para
que se envalentone y se zumbe contra nosotros. Ándense allá y procedan a hacer todo lo que ella les mandó, y llévense
la gente que necesiten para que mañana mismo amanezca la casa en su puesto de antes y los postes del lindero donde
los mandó poner el juez.
–Ese es otro cantar –dijo el Onza–. Si es así, ya vamos a estar mudándonos con lindero y todo.
Y regresó con sus hermanos a Macanillal, llevándose además la gente necesaria para ejecutar rápidamente el trabajo.
Balbino volvió al lado de doña Bárbara, y después de haberle dirigido algunas palabras que se quedaron sin
respuesta, resolvió salir de dudas acerca de los sentimientos que ella abrigaba respecto a Luzardo, diciendo:
–Ya Melquíades como que está perdiendo los libros. Miren que habérsele ocurrido venirse en el bongo, donde nada
podía hacer, habiendo en esa costa de monte del Arauca tanto apostadero bueno para no dejar pasar al doctor Luzardo...
Y un río tan caimanoso como ése, que carga con todos los muertos que se le quieran echar. Ahora la cosa va a ser más
comprometida, porque aunque no sea sino por llenar la fórmula, las autoridades tendrán que abrir averiguaciones.
Sin cambiar de actitud y con voz lenta y sombría, doña Bárbara replicó a la siniestra insinuación:
–Dios libre al que se atreva contra Santos Luzardo. Ese hombre me pertenece.
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Era un bosque de maporas, profundo y diáfano, que cubría una vasta depresión de la sabana y le venía el nombre del
de una pequeña garza azul, que, según una antigua leyenda, solía encontrarse por ahí, único habitante del paraje. Era un
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