Page 44 - Doña Bárbara
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D Do oñ ña a   B Bá ár rb ba ar ra a: :: :   X X. .   E El l   e es sp pe ec ct tr ro o   d de e   L La a   B Ba ar rq qu ue er re eñ ña a                                   R Ró óm mu ul lo o   G Ga al ll le eg go os s
               Ya el visitante había bajado del caballo, y después de amarrarlo a uno de los horcones, avanzaba diciendo.
               –Soy Santos Luzardo y vengo a ofrecerte mi amistad.
               Pero dentro del escombro humano aún ardía el odio implacable:

               –¡Un Luzardo en la casa de un Barquero!
               Y Santos lo vio ponerse trémulo y trastabillar, buscando, quizá, un arma; pero avanzó a tenderle la mano:
               –Seamos razonables. Lorenzo. Sería absurdo que nos empeñáramos en mantener ese funesto rencor de familia. Yo,
            porque en realidad no lo abrigo; tú...
               –¿Porque ya no soy un hombre? ¿No es eso lo que ibas a decir? –interrogó, con el tartamudeo de un cerebro que
            fallaba.
               –No, Lorenzo. No me ha pasado por la mente tal idea –respondió Luzardo, ya con un comienzo de compasión

            verdadera, pues hasta allí sólo lo había guiado el propósito de ponerle término a la discordia de familia.
               Pero Lorenzo insistió:
               –¡Sí! ¡Sí! Eso era lo que ibas a decir.
               Y hasta aquí lo acompañaron la voz bronca y la actitud impertinente. De pronto volvió a desmadejarse, como si
            hubiera consumido en aquel alarde de energía las pocas que le quedaban, y prosiguió con otra voz, apagada, dolorida y

            más tartajosa todavía:
               –Tienes razón. Santos Luzardo. Ya no soy un hombre. Soy el espectro de un hombre que ya no vive. Haz de mí lo
            que quieras.
               –Ya te he dicho: vengo a ofrecerte mi amistad. A ponerme a tus órdenes para lo que pueda serte útil. He venido a
            encargarme de Altamira, y...
               Pero Lorenzo volvió a quitarle la palabra, exclamando, a tiempo que le apoyaba sobre los hombros sus manos
            esqueléticas:
               –¡Tú también, Santos Luzardo! ¿Tú también oíste la llamada? ¡Todos teníamos que oírla!

               –No entiendo. ¿A qué llamada puedes referirte?
               Y como Lorenzo no lo soltaba, fija la mirada delirante, y ya no era posible tampoco soportar más el tufo de alcohol
            digerido que le echaba encima, agregó:
               –Pero todavía no me has brindado asiento.
               –Es verdad. Espérate. Voy a sacarte una silla.

               –Puedo tomarla yo mismo. No te molestes –díjole, viendo que vacilaba al andar.
               –No. Quédate tú aquí afuera. Tú no puedes entrar ahí. No quiero que entres. Esto no es una casa, esto es el cubil de
            una bestia.
               Y penetró en la habitación, doblegándose más todavía para poder pasar bajo el umbral.
               Antes de coger la silla que iba a ofrecerle al huésped, se acercó a una mesa que estaba en el fondo del cuarto y en la
            cual se veía una garrafa con un vaso invertido sobre el pico.
               –Te suplico que no bebas, Lorenzo –intervino Santos, acercándose a la puerta.

               –Un trago nada más. Déjame tomarme un trago. Me hace falta en estos momentos. No te ofrezco porque es un
            lavagallos. Pero, si quieres...
               –Gracias. No acostumbro a beber.
               –Ya te acostumbrarás.
               Y una sonrisa horrible surcó la faz cavada del ex hombre, mientras sus manos hacían chocar el vaso contra el pico
            de la garrafa.




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