Page 46 - Doña Bárbara
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D Do oñ ña a   B Bá ár rb ba ar ra a: :: :   X X. .   E El l   e es sp pe ec ct tr ro o   d de e   L La a   B Ba ar rq qu ue er re eñ ña a                                   R Ró óm mu ul lo o   G Ga al ll le eg go os s
            mis primeros ensayos de oratoria –todos los llaneros, hombres de una raza enfática, somos de algún modo aficionados a
            la elocuencia– fueron hechos a base de aquel: «es necesario matar al centauro», que declamaba yo, a solas conmigo
            mismo, sin entender una jota de lo que decía, naturalmente, y sin poder pasar de allí tampoco. De más estará decirte que

            ya había llegado a mis oídos tu fama de orador.
               Hizo una pausa, en apariencia para tumbarle la ceniza al cigarrillo, pero en realidad para dejar que Lorenzo
            manifestase el efecto que aquellas palabras le hubieran producido.
               Alguno le habían causado, pues era grande la agitación de que daba muestras, pasándose las manos desde la frente
            hasta la nuca con atormentados movimientos, y Santos, satisfecho de su obra, prosiguió:
               –Años después, en Caracas, cayó en mis manos un folleto de un discurso que habías pronunciado en no sé qué fiesta
            patriótica, e imagínate mi impresión al encontrar allí la célebre frase. ¿Recuerdas ese discurso? El tema era: El centauro

            es la barbarie y, por consiguiente, hay que acabar con él. Supe entonces que con esa teoría, que proclamaba una
            orientación más útil de nuestra historia nacional, habías armado un escándalo entre los tradicionalistas de la epopeya, y
            tuve la satisfacción de comprobar que tus ideas habían marcado época en la manera de apreciar la historia de nuestra
            independencia. Yo estaba ya en capacidad de entender la tesis y sentía y pensaba de acuerdo contigo. Algo tenía que
            quedárseme de haberla repetido tanto, ¿no te parece?

               Pero Lorenzo no hacía sino pasarse las temblorosas manos por el cráneo, bajo el cual se le había desencadenado, de
            pronto, la tormenta de los recuerdos.
               Su juventud brillante, el porvenir, todo promesas, las esperanzas puestas en él. Caracas... La Universidad... Los
            placeres, los halagos del éxito, los amigos que lo admiraban, una mujer que lo amaba, todo lo que puede hacer
            apetecible la existencia. Los estudios, ya para coronarlos con el grado de doctor, un aura de simpatía propicia para el
            triunfo bien merecido, la orgullosa posesión de una inteligencia feliz, y, de pronto: ¡la llamada! El reclamo fatal de la
            barbarie, escrito de puño y letra de su madre: «Vente, José Luzardo asesinó ayer a tu padre. Vente a vengarlo.»
               –¿Te explicas ahora por qué no puedo sentirme enemigo tuyo? –concluyó Santos Luzardo, tendiéndole un apoyo a

            aquella alma que batallaba por surgir del abismo–. Tú fuiste objeto de mi admiración de niño, me ayudaste después de
            una manera indirecta pero muy eficaz, pues muchas de las facilidades con que me encontré en Caracas, en mi vida de
            estudiante y en mis relaciones sociales, fueron obra del aprecio y de las simpatías que allá dejaste y, por último, en
            punto a dirección espiritual, tengo una deuda sagrada para contigo: por querer imitarte, adquirí aspiraciones nobles.
               Y el tremendo sarcasmo que las circunstancias le daban a estas palabras de sana intención, acabó de exasperar al ex

            hombre. Se levantó bruscamente del asiento donde estaba encorvado bajo el peso de sus miserias y de sus tormentas y
            se precipitó a la puerta del cuarto.
               A poco se oyó el tintineo del pico del garrafón contra los bordes del vaso, sostenido por las manos trémulas, y
            Santos murmuró:
               –Es inútil. A este infeliz no le queda ya más recurso sino la inconsciencia de la borrachera.
               Y ya se disponía a retirarse, cuando reapareció Lorenzo con un paso más firme y un aire más inteligente en la
            fisonomía, galvanizado por el latigazo del alcohol.

               –¡No! No puedes irte todavía; tienes que escucharme. Ya tú hablaste y ahora me toca a mí. Siéntate y óyeme lo que
            tengo que responderte.
               –Déjalo para otro día, Lorenzo. Volveré a menudo por aquí a conversar contigo.
               –¡No! Ha de ser ahora mismo. Te suplico que me oigas.
               Y en seguida, energúmeno:
               –¡Te suplico, no! ¡Te ordeno que me oigas! Has venido a provocarme y ahora tienes que oírme.

               –¡Vaya, pues! Te complaceré –accedió Santos, tolerante–. Ya estoy sentado otra vez. Habla todo lo que quieras.

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