Page 51 - Doña Bárbara
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D Do oñ ña a   B Bá ár rb ba ar ra a: :: :   X XI II I. .   A Al lg gú ún n   d dí ía a   s se er rá á   v ve er rd da ad d                              R Ró óm mu ul lo o   G Ga al ll le eg go os s

            endurecida y rugosa. Así debe de estremecerse la sabana, cuando, un día, después de las quemas de marzo, siente que ha
            amanecido toda verde.
               Le ha dejado también la emoción de unas palabras nunca oídas hasta entonces. Las repite y oye que le resuenan en el

            fondo del corazón, y se da cuenta, a la vez, de que su corazón era algo negro, hondo, mudo y vacío. Pero algo sonoro,
            también como el pozo que está junto a su casa, obscuro, profundo y con un espejo de agua allá adentro. ¡Es preciosa
            esta criatura!... Y la voz resuena, honda, como en el pozo cuando se habla sobre el brocal.
               También fuera de ella, ya el mundo no es lo que hasta allí había sido: un monte intrincado donde recoger chamizas,
            un palmar solitario donde era posible estar horas y horas tendida en la arena, inmóvil hasta el fondo del alma, sin
            emociones ni pensamientos. Ahora los pájaros cantan y da gusto oírlos, ahora el tremedal refleja el paisaje y es bonito
            aquel palmar invertido, aquel fondo de cielo que se le ha formado al remanso, ahora trasciende de los bejucos que se

            vinieron enredados en el haz de chamizas de silvestre aroma de las flores del monte y es agradable aspirarlo. La belleza
            no está en ella solamente; está en todas partes: en el trino que trae en la garganta la paraulata llanera, en la charca y su
            orla de hierba tierna, en el palmar profundo y diáfano, en la sabana inmensa y en la tarde que cae dulcemente, dorada y
            silenciosa. ¡Y ella no se había dado cuenta de que todo existía, creado para que lo contemplaran sus ojos!
               Por primera vez, Marisela no se duerme al tenderse sobre la estera. Extraña el inmundo camastro de ásperas hojas,

            cual si se hubiese acostado en él con un cuerpo nuevo, no acostumbrado a las incomodidades; se resiente del contacto
            de aquellos pringosos harapos que no se quitaba ni para dormir, como si fuese ahora cuando empezaba a llevarlos
            encima; sus sentidos todos repudian las habituales sensaciones, que de pronto se le han vuelto intolerables, como si
            acabase de nacerle una sensibilidad más fina.
               Además, la desvela el alma de mujer que acaba de despertársele, complicándole la vida, que era simple como la del
            viento, que no sabe sino corretear por la sabana. Sentimientos confusos empiezan a moverse dentro de su corazón: hay
            una alegría que tiene mucho de sufrimiento, una esperanza estremecida de temores, una necesidad de sacudir la cabeza
            para ahuyentar una idea, y un quedarse inmóvil, en seguida, para que la idea vuelva. Hay muchas cosas más que ella no

            alcanza a discernir.
               Ya está cantando el carrao, que anuncia la proximidad del día:
               –¡Arriba, Marisela! Está fresca el agua del pozo. La enfriaron las estrellas, que estuvieron pasando toda la noche
            sobre el brocal. Todavía quedan algunas en el fondo. Anda. Sácalas con el cántaro y derrámatelas encima. Te dejarán
            limpia, como siempre están ellas.

               A un mismo tiempo estaba saliendo el sol y poniéndose la luna, y el palmar se estremecía como un bosque sagrado
            en el silencio del alba.
               El cántaro del pozo baja y sube sin descanso, y el agua subterránea que no conocía la luz, corre encandilada por el
            núbil cuerpo desnudo.

                                                X XI II I. .   A AL LG GÚ ÚN N   D DÍ ÍA A   S SE ER RÁ Á   V VE ER RD DA AD D

               Grande fue la sorpresa de Antonio, cuando al día siguiente –como llevase a Santos a Macanillal para que viera cómo
            venía avanzando el lindero de El Miedo– descubrió que la casa de los Mondragones había retrocedido a su primitivo

            asiento.
               –La mudaron anoche –exclamó–. Miren por dónde venía ya el poste del lindero. Ahí está el hoyo todavía.
               –Bien –dijo Luzardo–. Ahora está en su sitio y por este respecto no tendremos dificultades, a lo menos por el
            momento. Para evitar que en lo sucesivo pueda ser trasladada de la noche a la mañana echaremos una cerca por este
            viento.



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