Page 54 - Doña Bárbara
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D Do oñ ña a   B Bá ár rb ba ar ra a: :: :   X XI II II I. .   L Lo os s   d de er re ec ch ho os s   d de e   « «M Mí ís st te er r   P Pe el li ig gr ro o» »                                   R Ró óm mu ul lo o   G Ga al ll le eg go os s
            cachilapiar cuanto bicho le caiga en el lazo. Si se le quita ese gusto, se muere de tristeza. Un llanero está contento
            cuando puede decir: hoy cachilapié tantas reses, y no le importa que su vecino esté diciendo allá lo mismo, porque el
            llanero siempre cree que sus bichos están seguros y que los que se coge el vecino son de otro.

               No obstante, Luzardo se quedó pensando en la necesidad de implantar la costumbre de la cerca. Por ella empezaría
            la civilización de la llanura; la cerca sería el derecho contra la acción todopoderosa de la fuerza, la necesaria limitación
            del hombre ante los principios.
               Ya tenía, pues, una verdadera obra propia de un civilizador: hacer introducir en las leyes de llano la obligación de la
            cerca.
               Mientras tanto, ya tenía también unos pensamientos que eran como ir a lomos de un caballo salvaje en la vertiginosa
            carrera de la doma, haciendo girar los espejismos de la llanura. El hilo de los alambrados, la línea recta del hombre

            dentro de la línea curva de la naturaleza, demarcaría en la tierra de los innumerables caminos, por donde hace tiempo se
            pierden, rumbeando, las esperanzas errantes, uno solo y derecho hacia el porvenir.
               Todos estos propósitos los formuló en alta voz, hablando a solas, entusiasmado. En verdad, era muy hermosa
            aquella visión del Llano futuro civilizado y próspero que se extendía ante su imaginación.
               Era una tarde de sol y viento recio. Ondulaban los pastos dentro del tembloroso anillo de aguas ilusorias del

            espejismo y a través de los médanos distantes, y por el carril del horizonte corrían, como penachos de humo, las
            trombas de tierra, las tolvaneras que arrastraba el ventarrón.
               De pronto el soñador, ilusionado de veras en un momentáneo olvido de la realidad circundante, o jugando con la
            fantasía, exclamó:
               –¡El ferrocarril! Allá viene el ferrocarril.
               Luego sonrió tristemente, como se sonríe al engaño cuando se acaban de acariciar esperanzas tal vez irrealizables;
            pero después de haber contemplado un rato el alegre juego del viento en los médanos, murmuró optimista:
               –Algún día será verdad. El progreso penetrará en la llanura y la barbarie retrocederá vencida. Tal vez nosotros no

            alcanzaremos a verlo; pero sangre nuestra palpitará en la emoción de quien lo vea.

                                           X XI II II I. .   L LO OS S   D DE ER RE EC CH HO OS S   D DE E   « «M MÍ ÍS ST TE ER R   P PE EL LI IG GR RO O» »

               Era una larga masa de músculos, bajo una piel roja, con un par de ojos muy azules y unos cabellos color de lino.
               Había llegado por allí hacía algunos años con un rifle al hombro, cazador de tigres y caimanes. Le agradó la región,
            porque era bárbara como su alma, tierra buena de conquistar, habitada por gentes que él consideraba inferiores por no
            tener los cabellos claros y los ojos azules. No obstante el rifle, se creyó que venía a fundar algún hato y a traer ideas
            nuevas, se pusieron en él muchas esperanzas y se le acogió con simpatía; pero él se limitó a plantar cuatro horcones, en

            un terreno ajeno y sin pedir permiso, a echarles encima un techo de hojas de palmera, y una vez construida esta cabaña,
            colgó su chinchorro y su rifle, se metió en aquél, encendió su pipa, estiró los brazos, distendiendo los potentes
            músculos, y exclamó:
               –All right! Ya estoy en mi casa.
               Decía llamarse Guillermo Danger y ser americano del Norte, nativo de Alaska, hijo de un irlandés y de una danesa

            buscadores de oro; pero se dudaba de que el apellido que se ponía fuera realmente el suyo, pues en seguida añadía:
            «Mister Peligro», y como era humorista, a su manera, con la ingenuidad de un niño, se sospechaba que se apellidaba así
            sólo por añadir la inquietante traducción.
               Por otra parte, había cierto misterio en torno a su persona. Referíase que en los primeros tiempos de su
            establecimiento en la región, varias veces había mostrado gacetillas de periódicos neoyorquinos tituladas siempre The
            man without country, en las cuales se protestaba contra cierta injusticia cometida con un ciudadano a quien no se

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