Page 57 - Doña Bárbara
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Ya había resuelto darse aquella escapada anual, cuando recibió la carta donde Luzardo le participaba su
determinación de restablecer la antigua palizada de Corozalito, sitio por donde pasaban las reses altamireñas a perderse
en el Lambedero.
–¡Oh! ¡Caramba! –exclamó al leer la carta–. ¿Qué cosa quiere este hombre? Diga usted, Antonio, al doctor Luzardo
que míster Danger leyó su carta y dijo esto. Fíjese usted bien. Que míster Danger necesita abierto boquerón de
Corozalito y tiene derecho para impedir que él levante ninguna palizada.
No lo creyó así Santos Luzardo, y al día siguiente se fue allá a esclarecer el asunto.
Al ladrido de los perros apareció en el corredor la imponente figura del yanqui, con grandes demostraciones de
afabilidad:
–Adelante, mi doctor. Adelante. Ya sabía yo que usted iba a venir por aquí. Yo soy sumamente apenado por haber
tenido que decir a usted que no puede tapar boquerón de Corozalito. Hágame el favor de pasar adelante.
E introdujo a Luzardo en una pieza cuyas paredes estaban tapizadas con los trofeos de su afición cinegética;
carameras de venados, pieles de tigres, pumas y osos palmeros y el cuerpo de un caimán enorme:
–Siéntese, doctor. No tenga usted miedo; el cunaguarito está metido dentro de su jaula.
Y acercándose a la mesa donde había una botella de whisky:
–Vamos a tomar la mañana, doctor.
–Gracias –repuso Santos, rechazando el obsequio.
–¡Oh! No diga usted que no. Yo –soy muy contento de verlo a usted en mi casa y quiero que me complazca
pegándole un palito conmigo, como dicen ustedes.
Molesto por la insistencia, Santos aceptó, sin embargo, el obsequio y, en seguida, entrando en materia dijo:
–Pues creo que usted está equivocado, señor Danger, respecto a linderos de La Barquereña.
–¡Oh! No, doctor –replicó el extranjero–. Yo no soy nunca equivocado cuando digo alguna cosa. Yo tengo mi plano
y puedo mostrárselo a usted. Aguarde un momento.
Pasó a la habitación contigua, de la cual salió en seguida guardándose dentro del bolsillo del pantalón unos papeles,
para extender otro que venía arrollado.
–Aquí tiene, doctor, Corozalito y Alcornocal de Abajo están dentro de mi propiedad, y usted puede verlo con sus
ojos.
Era un plano, dibujado por él, en el cual aparecían como pertenecientes a La Barquereña los sitios a que se había
referido.
Luzardo lo tomó entre sus manos, por cortesía; pero replicó:
–Permítame que le haga observar que este plano no es prueba fehaciente. Sería necesario cotejarlo con los títulos de
propiedad de La Barquereña y con los de Altamira, que lamento no habérmelos traído conmigo.
Sin dejar de sonreír, el yanqui protestó:
–¡Oh! ¡Malo! ¿Cree el doctor que yo dibujo cosas que no están sino dentro de mi cabeza? Yo nunca digo sino lo que
soy completamente seguro.
–No debe usted darle esa interpretación a mis palabras. Me he limitado a decirle que esto no es una prueba. No
niego que usted posea otras que verdaderamente lo sean, y ya que quiere mostrármelas, le suplico que lo haga.
Y como la actitud del extranjero, atento al humo de su pipa, era francamente impertinente, añadió, con un tono más
enérgico:
–Le advierto que antes de dar este paso he estudiado bien el asunto, con mis títulos de propiedad por delante, y me
permito observarle que también estoy seguro de lo que digo cuando afirmo que Corozalito y Alcornocal de Abajo
pertenecen a Altamira, y que, por consiguiente, me asiste un derecho indiscutible para levantar la palizada en el
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