Page 58 - Doña Bárbara
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boquerón. Más aún: hasta en tiempos de mi padre, no hace muchos años, existía allí una, de la cual todavía quedan
algunos horcones.
–¡En tiempos de su padre! –exclamó míster Danger–. Yo no quisiera decir a usted que no sabe lo que dice cuando
asegura tener esos derechos todavía.
–¿Cree usted que hayan prescrito? –interrogó Santos, sin hacer caso del tono con que le había dicho aquello.
–¡Oh! Yo no quiero seguir hablando palabras en el aire –y sacando los papeles que se había guardado en el bolsillo,
agregó–: Aquí están escritas, y usted podrá leerlas. Yo soy muy contento de que usted se convenza con sus ojos de que
no puede levantar la palizada.
Y le puso en las manos un documento, suscrito por Lorenzo Barquero y por uno de los administradores que había
tenido Altamira después de la muerte de José Luzardo, según el cual el propietario de La Barquereña había adquirido,
por compra, las montañuelas de Corozalito y Alcornocal de Abajo, comprometiéndose además el de Altamira a no
levantar cercas ni estorbar con ninguna otra clase de construcciones el libre paso de los ganados por aquel lindero.
El objetivo de tal operación fue, precisamente, hacer desaparecer el obstáculo de aquella palizada a que se refirió
Luzardo, y que, cerrando el boquerón, impedía que la hacienda altamireña pasase a arrochelarse en loa lambederos de la
finca vecina; pero Santos no había tenido noticias de aquella venta y obligación consiguiente, así como tal vez ignoraba
quién sabe cuántos otros menoscabos y gravámenes de su propiedad, con los cuales se lucraron sus apoderados y de
cuyos documentos no había copias en el legajo que él conservaba en su poder.
El que mostraba míster Danger estaba debidamente autenticado y registrado, y Santos se avergonzó de haber dado
aquel paso en falso y de tener que confesar ahora que desconocía la verdadera situación de Altamira; pero lo
acompañaba otro documento del cual constaba la venta hecha por Lorenzo Barquero al norteamericano de las sabanas
del Lambedero, y al ver la firma del vendedor, escrita con caracteres ininteligibles, desiguales y tortuosos, que daban la
impresión de haber sido trazados por un analfabeto a quien le llevasen la mano, le pareció que tenía ante los ojos una
prueba material de la coacción ejercida por el extranjero sobre la abolida voluntad de Lorenzo, pues podía asegurarse
sin riesgo de incurrir en calumnia que la tal compra no había sido sino un despojo, llevado a cabo a la manera de
aquellas otras ventas simuladas que le había hecho firmar doña Bárbara.
«Me he olvidado de mis propósitos –pensó, mientras contemplaba la firma ilegible–. Me dije que venía a
constituirme en defensor de los derechos atropellados, y ni siquiera se me ha ocurrido todavía averiguar si son
defendibles los de este pobre hombre. Nada de extraño tendría que las tales ventas adoleciesen de defectos que
permitieran intentar acciones reivindicatorias.»
Entretanto, mister Danger se había acercado a la mesa y servía dos copas de whisky para celebrar su triunfo sobre el
vecino que había venido a reclamar derechos perdidos. Una altanera satisfacción de sí mismo le impulsaba a humillar al
hombre de la raza inferior que se había atrevido a discutirle los suyos.
–¿Otro palito, doctor?
Santos saltó del asiento y le clavó una mirada de dignidad ofendida; pero el yanqui no le concedió ninguna
importancia a aquella actitud y siguió llenando su copa tranquilamente.
Luzardo le devolvió las escrituras, diciéndole:
–Ignoraba la existencia de esa venta de Corozalito y Alcornocal de Abajo. De otro modo no hubiera venido a
reclamar lo que no me corresponde. Tenga la bondad de excusarme.
–¡Oh! No se preocupe usted, doctor Luzardo. Yo sabía que usted hablaba sin conocimiento de causa. Pero vamos a
tomarnos otro poquito de whisky para hacer las paces, porque yo quiero ser amigo suyo, y el whisky es bueno para estas
cosas.
Recobrando el dominio de sí mismo, Luzardo repuso:
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