Page 62 - Doña Bárbara
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            demostrar que la mudanza había sido obra de él, valiéndose de que no había por allí quien se lo impidiera, pues hacía
            tres días que loa Mondragones, únicos habitadores del desierto de Macanillal, habían desocupado la casa en piernas. Por
            algo lo había dispuesto ella así.

               Y hasta Balbino Paiba, que no solía concederle nada a nadie, tuvo que reconocer:
               –¡No hay cuestión! Esta mujer ve el gusano donde uno no ve la res. No sé si serán consejos del «Socio», pero lo
            cierto es que el plan ha estado bien combinado.
               La verdad era que tal orden de desocupación de Macanillal, dada justo con la de restituir el lindero al sitio donde lo
            pusiera la ejecución de la sentencia del último litigio, no había sido encaminada a la estratagema de ocurrencia
            posterior, pues entonces ni siquiera le había cruzado por la mente a doña Bárbara la posibilidad de que Santos Luzardo
            quisiese cercar; pero como vino a resultar útil para el ardid recién concebido, ella se engañó a sí misma considerándola

            como paso previo de su plan, cual si tal se hubiese trazado desde el primer momento, adelantándose a los propósitos del
            enemigo, por obra y milagro de aquel don de adivinación de los acontecimientos futuros que estaba convencida de
            poseer, gracias al «Socio». Así, por momentáneos impulsos aislados, que luego circunstancias fortuitas encadenaban,
            había procedido siempre, y como casi siempre la había ayudado la fortuna, visto por fuera –y era así como ella misma lo
            veía–, aquello parecía efectiva y extraordinaria previsión: mas, visto por dentro, doña Bárbara resultaba incapaz de

            concebir un verdadero plan. Su habilidad estaba únicamente en saber sacarle en seguida el mayor provecho a los
            resultados aleatorios de sus impulsos.
               Pero esta vez no acudieron en su ayuda las circunstancias. Avisado por el recelo que a Antonio le había causado la
            falsa actitud conciliadora de la mujerona y aleccionado por lo que acababa de ocurrirle con míster Danger, Santos
            estudió cuidadosamente el asunto antes de proceder a plantar la posteadura de la cerca, y cuando aquélla vio que la
            plantaba justamente donde debía, sin caer en el ardid, tuvo la intuición de que algo nuevo comenzaba para ella desde
            aquel momento.
               No obstante, ensoberbecida por la desairada situación en que había quedado, optó por la violencia abierta, y cuando

            Luzardo, días después, le reiteró la petición del permiso para sacar sus ganados de las sabanas de El Miedo, se lo negó
            rotundamente.
               –Y ahora, doctor –insinuó Antonio Sandoval–. Usted, por supuesto, va a pagarle con la misma moneda echando la
            cerca sin permitirle que ella saque su ganado de aquí. ¿No es así?
               –No. Por ahora acudiré a la autoridad inmediata para que la obligue a cumplir lo que le ordena la ley. Al mismo

            tiempo haré citar ante la Jefatura Civil a míster Danger, y así quedarán zanjadas de una vez las dos dificultades.
               –¿Y cree usted que Ño Pernalete le hará caso? –objeto todavía Antonio, refiriéndose al Jefe Civil, dentro de cuya
            jurisdicción estaban ubicadas Altamira y El Miedo–. Ño Pernalete y doña Bárbara son uña y carne.
               –Ya veremos si se niega a hacerme justicia.
               Concluyó Santos. Y al día siguiente partió para el pueblo cabecera del Distrito.

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               Escombros entre matorrales, vestigios de una antigua población próspera: ranchos de barro y palma esparcidos por
            la sabana; otros, más allá, alineados a orillas de una calle sin aceras y sembrada de baches; una plaza, campo de

            yerbajos rastreros a la sombra de tiñosos samanes centenarios; a un costado de ella, la fábrica inconclusa –que más
            parecía ruina– de un templo que hubiera sido demasiado grande para la población actual, y en los restantes, algunas
            casas de antigua y sólida construcción, las más de ellas deshabitadas, algunas sin dueño conocido, y sobre una de las
            cuales, hundidos los techos y desplomados los muros, aún se apoyaba el tronco gigante de un jabillo derribado por el
            huracán hacía ya muchos años; una población cuyas principales familias habían desaparecido o emigrado enteras, sin
            tráfico ni muestra de actividad alguna; uno de esos muchos pueblos venezolanos, que guerras, paludismo,

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